En una tarde gris en los Alpes franceses, una furiosa tormenta se formaba en el horizonte. Relámpagos cruzaban el cielo mientras las primeras gotas gruesas comenzaban a caer sobre la ciudad. En una esquina desierta, un paraguas negro, ya algo desgastado, se agitaba al compás del ventarrón, girando y elevándose desde un cubo de basura. De repente, una corriente de aire más fuerte lo lanzó hacia el firmamento, como si fuera una pluma al viento. Segundos después, reapareció, completamente nuevo, como recién salido de fábrica, en medio de las nubes cumulonimbus.
La noche anterior, radios y canales de televisión alertaron a la población sobre la llegada de una tormenta eléctrica con vientos peligrosos. El ayuntamiento aconsejó a los residentes que no salieran de casa, especialmente con vehículos, debido a los riesgos inminentes. Aun así, Clara, ciega desde la infancia, sabía que tenía que salir. Su hermano, que sufría gravemente de asma, necesitaba un nuevo inhalador, ya que la válvula del antiguo se había obstruido y no tenían otro.
Clarita, como él la llamaba, estaba acostumbrada a salir de casa sola y hacer compras en los comercios de la avenida donde vivían. Pensaba que podría resolver la situación rápidamente antes de que comenzara a llover. La farmacia estaba a solo tres paradas de autobús de su vivienda, y creía que podría ir y volver antes de que llegara el chaparrón. Sin embargo, al bajar del autobús, la precipitación comenzó a caer con fuerza.
Con su bastón al frente, Clara avanzaba con cuidado, tratando de identificar los sonidos y los puntos de referencia de la calle que conocía como la palma de su mano. De repente, un sonido agudo y crujiente resonó cerca de la joven, como si una rama seca se hubiera partido en mil pedazos. Los vientos se intensificaron y, en una de esas ráfagas, su bastón escapó de sus manos mojadas, y se lo llevó el viento. Paralizada, Clarita se vio desorientada. Sin su bastón, no había forma de saber dónde estaba ni hacia dónde caminaba.
El viento aullaba a su alrededor, y gotas densas caían como flechas del cielo, golpeándola. El tejido de su ropa, antes ligero, ahora pesaba, moldeándose a su cuerpo en un abrazo helado que la dejaba aún más expuesta. Clarita siempre había confiado en su audición para orientarse por las calles. El sonido familiar de los pasos sobre la acera, el susurro de las hojas de los árboles del bulevar le indicaban dónde estaba, ya que cada árbol era único y ella podía percibir esas diferencias. Incluso el murmullo de las voces y la velocidad de los coches le proporcionaban un mapa sonoro en días secos. Esa tarde, sin embargo, bajo la lluvia implacable, todo cambió. Olfato y audición se volvieron inútiles.
El agua se deslizaba por su rostro mientras intentaba orientarse, pero los sonidos y los olores se mezclaban, dificultando saber exactamente dónde estaba. El mundo, que antes se dibujaba en su imaginación con total seguridad, se convirtió en una confusa mancha de ruidos y olores indistintos.
De pronto, algo extraño ocurrió. Sus manos que tanteaban alrededor tocaron un objeto: un paraguas, venido del cielo, como un regalo de las alturas. Sin dudarlo, Clarita lo abrió, buscando cobijo y alivio del aguacero. Lo que la sorprendió, sin embargo, fue que el paraguas no parecía ser solo un refugio contra la lluvia. El mango firme en sus manos comenzó a moverse, tirando con delicadeza de ella en una dirección. Reticente al principio, permitió que el paraguas la guiara.
La conducía con una precisión sorprendente. Cuando estaba cerca de una calle, la hacía detenerse; luego, se inclinaba ligeramente hacia la derecha o la izquierda, como si conociera el camino. Clarita, sin otra alternativa, confió en el objeto, siguiéndolo por aceras y esquinas, sin saber exactamente hacia dónde iba. La sensación era a la vez extraña y reconfortante.
Después de unos minutos, el paraguas se detuvo. Con una mezcla de temor y esperanza, Clarita extendió la mano y sintió la puerta de su casa. Había llegado. Ella rio, aliviada y aún conmovida por la forma en que todo había sucedido. Sin embargo, antes de que pudiera reflexionar más sobre el fenómeno, el paraguas escapó suavemente de su mano y, llevado por el viento, flotó lejos, como si hubiera cumplido su misión.
Al entrar en casa, su hermano le comentó que había logrado desbloquear el inhalador. Clarita se alegró. Entonces se le ocurrió una idea: “No siempre necesitamos ver para encontrar el camino”. Aún maravillada por la experiencia, Clarita sonrió, sabiendo que algo extraordinario acababa de suceder.
Afuera, la tempestad fue cesando, y un rayo de sol atravesó las nubes oscuras. En ese momento, un hombre con traje y sombrero negros apareció. El paraguas, que descansaba sobre el cubo de basura en el patio de Clarita, flotó hasta sus manos. El forastero lo observó por un momento, con una sonrisa de satisfacción.
“Hasta la próxima tormenta”, murmuró, mientras desaparecía en las sombras, dejando atrás solo el silencio, interrumpido por el eco distante de los últimos truenos.
*Eliana Machado nació en Brasil y reside en Francia. Poeta, haicaísta, escritora, editora, traductora, artista visual y doctora en lenguas y literatura, también enseña español en Mónaco. En 2017, su novela Brasil: aventura interior recibió el Premio al Mejor Romance "Talentos Helvéticos Brasileiros III" en Suiza. En 2016, la Unión Hispano-Mundial de Escritores (UHE) le otorgó el Premio de Excelencia Literaria. Y en 2014, recibió el Premio al Mejor Autor Extranjero de la Unión de la Prensa Francófona (UPF) de Mónaco en el "III Encuentros Literarios Fabian Boisson. Posee 13 libros publicados en varios idiomas.
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