En el ocaso de la vida, cuando las sombras se alargan como arrugas en la piel del tiempo, la proximidad de la muerte se convierte en un espectro no deseado, pero inevitable.
Es como si los recuerdos, hasta entonces custodiados con el
celo de tesoros preciosos, comenzaran a emerger de lo más profundo de la mente,
formando un mosaico de colores descoloridos y suaves melodías.
En estos momentos es imposible no perderse en la inmensidad
del pasado, como si cada recuerdo fuera una estrella titilante en el firmamento
de la existencia.
En la oscuridad previa al último viaje, es común sentir la
presencia silenciosa de la muerte flotando en el aire, como un susurro inaudible,
pero que resuena en el alma de cada uno de nosotros a punto de partir.
Los sonidos de lo cotidiano se agudizan, cada risa, cada
suspiro, una sinfonía que resuena como la despedida de una estación que se
despide para siempre.
Es en ese momento cuando los recuerdos cobran una
importancia trascendental, convirtiéndose en faros que iluminan el camino
oscuro que se extiende frente a nosotros.
La nostalgia, en este contexto, es como un delicado velo
que cubre la realidad, suavizando los bordes afilados de la finitud
existencial.
Recordamos los días en los que éramos jóvenes y el tiempo
parecía extenderse hasta el infinito, un camino sin curvas, sin límites.
Las risas resuenan como un eco lejano, recuerdos de amores
que parecían eternos, pero se disolvieron como polvo en el viento del destino.
Las lágrimas de antaño, ahora transformadas en perlas
preciosas, dan testimonio de la intensidad de la experiencia de estar vivo.
Al contemplar la proximidad de la muerte, nos vemos
llevados a revisitar lugares que sólo viven en la memoria. El viejo parque
donde los niños corrían despreocupados, las calles estrechas que presenciaron
el florecimiento de amistades y las noches estrelladas que acunaron sueños y
esperanzas.
Cada calle, cada rincón, lleva consigo el polvo de los
años, testimonio mudo del inexorable paso del tiempo.
Es interesante observar cómo la nostalgia, en estos
momentos, no se trata sólo de los acontecimientos grandiosos, sino también de
los detalles simples que componen el tapiz de la vida.
El aroma del café por la mañana, el sonido de la lluvia
golpeando suavemente la ventana, la sensación del sol acariciando tu piel. Son
momentos fugaces que, acumulados, se convierten en la materia prima de nuestros
recuerdos más preciados.
A medida que nos acercamos a la muerte, también
confrontamos las decisiones que tomamos a lo largo del viaje. Los caminos no
tomados, los amores perdidos, los sueños postergados.
Cada decisión, como pequeñas piezas de un rompecabezas,
moldeó el curso de nuestras vidas. Y en el crepúsculo, nos preguntamos si lo
que construimos fue suficiente, si realmente dejamos una huella indeleble en el
vasto libro del universo.
Sin embargo, incluso ante el inminente final, hay una
belleza melancólica en la nostalgia. Es como si la muerte, al acercarse, nos
permitiera apreciar plenamente lo efímero de la existencia. Las lágrimas de
despedida se convierten en la tinta que colorea la obra de arte final de una
vida bien vivida.
Así, entre sombras y recuerdos, en la proximidad de la
muerte, encontramos una oportunidad única para celebrar lo que fuimos en vida,
lo que somos y lo que pudimos haber sido.
Es como si, en el acto final, la vida nos concediera la gracia de contemplar el espectáculo de la existencia con ojos renovados, recordándonos que, al final, todos somos pasajeros temporales en este efímero escenario teatral llamado vida.
*Jober Rocha, economista, M.S e Doctor por la Universidad Autónoma de Madrid, Espanha. Escritor con algunos premios recibidos en concursos literarios en Brasil y en el extranjero.
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