En un tiempo distante del que tú y yo vivimos, la Generosidad y la Belleza propusieron un juego a los seres que ellas mismas habían creado, con sus mágicas manos. Ellas, cautas y bienaventuradas, les advirtieron que debían ser tan románticos como pudieran, hasta que, en el debido momento, se cumplieran tres solsticios de verano. Para ellas, el Amor era un elemento indispensable que podría mantenerlos a flote en el vivir y la dicha, y si todos cumplían el propósito de amar a su prójimo, con el debido respeto, serían bien recompensados.
Unos pocos seres mostraron desacuerdos, pues sus creadoras los sometían a condiciones que no compartían, más allá de los propósitos de todos. Así la Generosidad y la Belleza entrevieron, ante esta afrenta decorosa, una sola condición: que cada participante batallaría de la manera más atenta con su opuesto a partir del sentir. Todo esto con la sola intención que ese opuesto debía responderle con igual o mayor clamor hasta transformarlo y desvanecerle. Si no podían amar y ser amados se expresarían de otro modo.
Con todo dispuesto en bandeja de oro sobre la mesa, algunos de los seres, que no eran más que hechos de matiz mesuras, amaron con la más buena de las voluntades a sus congéneres, pero, en su delicado hacer, perdían así todo al dar tanto amor sin medida. En el escenario donde debían representar obras a la tierra, al cielo y al mar, podía verse como se asfixiaban, carcomían sus enterezas y destrozaban sus honores, y lo que eran pues, al abrazarse, como un uno iluminado. Sus yo se esparcían al igual que los fulgores de efervescencia. Pues se dice, que el amor, puede representar más de un idilio mortal.
Otros por tanto, fungieron y batallaron contra esos que los amaban por sobre todas las cosas.
En su quehacer, ascendían y descendían en una guerra en la que los albores, y el azul y verde de sus sonrisas, se pincelaban con rigor y gloria por entre todos. Porque daban más que su vida en los actos que les habían comandado; actos que escapaban más allá de su uso de razón.
Muchos de los que captaron cada espacio del otro en batalla, entregaron todo en beata gracia, yacieron entre orquídeas y lirios, e, hicieron el amor ante los ojos de un dios que todo lo veía. Un dios de doble rostro que, más allá, vislumbraba su existencia allá donde aquel emblema con el que los medían, la Generosidad y la Belleza, coronaba de rocío sus cabezas y tejían alas a sus sueños. Sucedido esto, los que quedaron en pie y pudieron vivir entre cánticos y risas, pintan el firmamento de emblemáticas osadías y entretejen mensajes de intercambios de legiones de Sabiduría a quiénes llegaron a amar; los que adorarían a través de las más libres de las ofrendas hechas, a sí mismos y a sus iguales, por siempre jamás.
Eternos
La fuente de la conciencia, su eterna maestra, a veces les susurraba que debían trabajar juntos cuando ellos dos peleaban entre guerras de acertijos y malas palabras. Ellos, muchas veces cansados, olvidaban todo lo importante y se iban a dormir, y cuando recordaban todo lo dicho y todo lo vivido, caían en la más turbia de las afrentas sin remedio.
Una vez, en medio de esa lucha insana sostenida, los paisajes y las estaciones que pintaban, con los matices venidos del azul de su tristeza, el gris de su infinito y el amarillo de su alegría, dejaron de cambiar y perdieron la beldad que necesitaban, esa que los hacía únicos y diferentes de todos.
Ellos eran egoístas, muy egoístas y no les importaba nada más que sus indecorosas peleas. Se decían de todo lo que se pudiera desear, impresionando así a más de uno que era testigo de tan tamañas hazañas. Discutían por el dominio y el quién debía ser el que debía destacar en todas las tareas que debían hacerse.
Tareas que debían hacerse para sacar a flote a toda una vida y una vida que dependía de sus manos.
Y la fuente de la conciencia, en un tiempo como cualquier otro, e incapaz de soportar todo lo que presenciaba, con mudo y disimulado asombro, se apartó de ellos y los dejó a su suerte, sin importar cuanto pudieran reclamar. Y los habitantes de la dimensión de las maravillas, que los contrincantes gobernaban con huraño deseo, y que a veces les reclamaban sus imparciales decisiones, los vieron con otros ojos y se aterrorizaron. Finalmente se habían quitado las vendas que los mantenía ciegos y se sintieron muy tristes.
El sabio y la flama habían sido tan malvados, que, al final de los finales, les dieron la espalda y también los dejaron a su suerte. Provocado el cambio de escenarios y al verse movidos por una revolución de voces y sentires que arremetieron contra su autoridad, provocaron que ellos dos, al final, desistiesen de luchar uno contra él otro.
Verse solos les hizo reflexionar sobre sus acciones. Se miraron muy de cerca, y cara a cara, durante largo tiempo; y entonces sin más, se abrazaron sin importar el daño que pudieran hacerse el uno al otro. Y pidieron perdón por los pecados que habían cometido, contra ellos y contra la entereza de todos los que dependían de ellos dos.
Ahora, se cuenta, que la flama es sostenida por el sabio que, sin lugar a dudas, puede apagarla cuando lo desee; ella confía en él y ya no es tan mezquina. Se ha vuelto la luz y los susurros de su corazón. Y el sabio, que ya no es egoísta, la hace bailar entre sus manos, con el empeño que algún día se hagan un solo ser hecho de fuego y plomo, de niebla y nubes, de plata y oro. Un símbolo de esperanza para todos los que los vieron pelear en un érase una vez.
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