La Caverna
La oscuridad abismal. Otra dimensión anuncia esta tarde ficticia, engalanada de sombras que se proyectan sobre una pared manchada con rastros de pasión. Hablan, aunque apenas puede entenderse su pronunciación basada en el lenguaje universal del gemido, al que nadie parece prestarle atención. Las miradas solitarias tienen suficiente deleite en el único punto de claridad donde descubren masas envueltas en sudores, cuyo golpeteo emana un olor sólo imaginado. No existen. Pretenden existir, y, sin embargo, convulsionan al espectador encadenado por voluntad propia, protagonista de una historia pervertida todavía inédita que desafía su vergüenza todos los días. Carente de valor para escapar de esta caverna, decide permanecer inmerso en su fantasía traduciéndola hábilmente hacia el placer de Onán.
La modelo sueca desciende entonces desde la pantalla, cual sacerdotisa desnuda e inmaculada que por vez primera convocan a la corte del vino, para que aprenda a extraer el jugo del ardor. De rodillas, recogido su cabello rubio, toma el miembro besándolo un tanto pudorosa, jugueteando, indecisa ante quien desea derramarse en su boca. El hombre, a punto de estallar, disfruta la acción que considera suya, inigualable.
En cuestión de segundos, ella desapareció. Él seguía gimiendo en el espejismo de su cama. Evacuado, pero no satisfecho, dispuesto a concebir nueva ilusión, limpiaba el moquillo concupiscente que sus manos batieron.
Desde las entrañas
La sociedad reprime al pedo. Un evento tan natural y a la vez vergonzoso; liberador, pero ofensivo. Los hombres lo presumen; las mujeres lo disimulan. En general, nunca bien visto; dicen que negarlo es como si negáramos a nuestra propia madre. Se cuenta que Metrocles, antes de aplicarse a la filosofía cínica, decidió encerrarse hasta morir de inanición por habérsele escapado una flatulencia en público; cuando lo supo Crates, filósofo cínico y además cuñado suyo, se propuso sacarlo de su estado, para lo cual comió lentejas. Llegado donde Metrocles, Crates comenzó a filosofar y al punto las legumbres en su vientre iniciaron combustión, explotando en una ruidosa apología pedorra, con la que quedó más que suficientemente aclarada la vergüenza infundada que en aquel momento atormentaba al otro. El pedo es la lengua natal del intestino. Vestigio indubitable de una sabiduría visceral.
La otra Alejandría
De niño veía a mi papá entrar al baño llevando un periódico bajo el brazo. Descubriendo mi
inquietud, dijo:
-“me gusta leer cuando cago-“.
Aprovechaba también el periódico para limpiarse con las fotos impresas de políticos, argumentando que así compensaba sus promesas incumplidas. Era un defecador contestatario.
El suplemento de tiras cómicas inauguró la transición generacional de esta costumbre. Tiempo después instalé una repisa encima del sanitario, en la cual puse algunos libros selectos que igualmente podrían despertar interés entre quienes visitaran nuestra casa. Recuerdo el enfado de mamá al ver un ejemplar de la Biblia allí. Refunfuñando, reconoció
que aún en sitios tan indignos Dios está presente.
Aquellos libros continúan hoy esperando entusiastas cuyo placer de evacuar esté mediado
por la lectura previa de unas líneas, a pesar del espíritu seductor de la época: cagar conectados, leyendo lo que otros piensan al tiempo que están cagando.
*Carlos Andrés Romero López (seudónimo: Umberto Marhe). Santiago de Cali, 1975. Reside actualmente en Elche (España). Licenciado en filosofía por la Universidad del Valle (Cali, Colombia). Caminar en contra de la multitud, una de sus mayores aficiones. Escribir, su forma de existir y persistir.
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