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miércoles, 14 de agosto de 2024

"Fe de ratas" cuento de Juarjo Gómez


Fe, uno de los elementos principales en la histórica bicicleta con la que Cochise Rodríguez ganó su primera Vuelta a Colombia, Fe, es decir, hierro, el hierro presente en la aleación usada para darle vida al caballo de acero definitivo, hierro del que carecen los componentes de la mayoría de las bicicletas modernas, hechas de materiales más livianos, pero menos duraderos y sin duda mucho menos icónicos. ¿Qué representatividad en el relato humano va a tener un elemento como el aluminio, un subproducto de la revolución industrial, comparado con el acero, fiel amalgama que lleva acompañándonos cinco mil años mal contados? Sin embargo, aquí estamos, acompañando a Bili Dekith Alzate mientras asciende hacia el municipio de Caldas por la autopista Sur en una bicicleta de montaña de aluminio, amarilla, marca Inyan; la bicicleta cuenta con una pacha de siete cambios y un plato de tres, freno de disco mecánico y un porta-caramañola vacío. El logo de la marca Inyan es una larga pluma roja impresa a todo lo largo del tubo inferior del cuadro, el cual estaba ensuciado con barro y grasa negra. Bili está en sus treintas, hoy su cuerpo no responde igual a las mismas exigencias de hace quince años, su piel siena está colorada y juagada en sudor, su cabello está empapado, la camiseta azul extra grande la tiene pegada al torso y la pantaloneta blanca de licra se le remangó del todo hasta la cadera debido a la constancia del pedaleo en terreno inclinado, exponiendo sus piernas flacas al golpe del sol del mediodía.

—Hacele pues hijueputa —se dice Bili a sí mismo y con cada pedaleo una gota salina de sudor cae de su barbilla, de su frente, de la punta de la nariz, sobre alguno de sus muslos quemados. Se relame el sudor contenido entre el arco de cupido y las comisuras de sus labios, con lo seca que tiene la boca, se tomaría una botella de orines agradecido. Asciende manteniendo la cabeza gacha, sus ojos ya no soportan la luz solar dándole de lleno. Persiste en continuar subiendo pese al ardor en las rodillas y al vértigo que siente cuando le sobrepasa un camión y, por causa de la diferencia de presión, el vacío de las llantas gigantes trata de absorberlo. Con cada pedaleo siente el conjunto de su humanidad hacerse más y más y más pesado. Su avance depende de su concentración, por nada del mundo puede perderla, pues ahora estamos cerca de un llano, cerca de un minuto escaso de descanso en rodada libre y, justo cuando el ácido láctico reunido en sus muñecas había alcanzado a llevarlo a un pico de dolor, se yergue sobre los pedales para acelerar la marcha, él está muy cerca, muy motivado y, no obstante, cae.

Es típico de Bili auto-sabotearse cuando está a punto de alcanzar sus metas, caer de la bicicleta estando tan cerca de un tramo de ruta sosegado no se diferencia en nada de arruinar una relación de siete años en el mes anterior a su matrimonio metiéndose con una mesera de bar; esa infidelidad tampoco se diferencia de la pelea que tuvo con su tutor de tesis al costo de ser expulsado de la universidad sin lograr graduarse; aquel fiasco académico es paralelo a las oportunidades laborales desperdiciadas a través de su vida por el gusto de quedarse durmiendo hasta tarde o ir enguayabado a entrevistas de trabajo. Su vida familiar no era una excepción a este comportamiento autodestructivo, insistía en defraudar a su madre y desatender el amor de su hermano menor, menospreciando su presencia y pisoteando el sucinto tiempo que alcanzaban a compartir, logrando así ganarse el rechazo unánime de su propia sangre. Por supuesto, esta tendencia al auto-sabotaje tiene el propósito de sabotear una estructura mayor, la de sus lasos afectivos; aislado, nadie lo sacaría de la espiral de auto-flagelo cuyo vórtice era un odio hacia sí mismo indistinguible de su propia identidad.

Frío. La bicicleta sin hierro continúa su avance pasando de largo el municipio de Caldas por la carretera, en su recorrido Bili pasa junto a personas abrigadas con ponchos, un par de señores fumando cigarrillo, una cantina vacía atiborrada de bombillos de colores y una casa tapizada con vasijas de barro cocido a la venta. Son las seis de la tarde, el cielo está iluminado con una luz tenue  que se oscurecerse paulatina, asoman la luna y las estrellas. El calor acumulado durante la tarde soleada entre el pecho y la espalda de Bili se pierde en el caliente cuenta gotas de su jadeo. Ahora pedalea con la cabeza erguida, emulando la postura que le enseñara su padre el día que aprendió a montar bicicleta; Bili observa la abundante arbolada que arropa la autopista, ignora el nombre de los cedros, de los pinos, de los cipreses y de los palos frutales que lo envuelven mientras rueda, para él, todo lo que ve es una maleza verde altísima sin más forma que la del caos, parecido a perderse en el centro de su ciudad, lleno de edificios sin nombre ni número.

—Y yo por acá en la puta mierda —se dice a sí mismo luego de frenar en seco al caer en la cuenta del hambre que tenía. En torno suyo una soledad aplastante. Tira la bicicleta al piso y se recuesta contra un guardarriel amarillo. Está detenido en el borde de un cañón tupido de flora, al frente se observaba un valle arrugado y oscuro, como el desprecio que toda la vida ha sentido por sí mismo, al mirar hacia abajo, aquel abismo parecía llamarlo. Con el hambre y el cansancio que sentía, le parecía imposible tomar el camino de regreso a Medellín—. Está muy tarde. —Demasiado tarde para enderezar el rumbo de su vida, aquel precipicio era una opción más razonable que cualesquiera otra en ese momento o en cualquier otro, en su espalda no sentiría las manos grandes y tibias de su padre empujándolo de vuelta a casa y allí no lo recibiría su viejo con una sonrisa de orgullo ni con un abrazo de felicitación.

Un estruendo repentino lo trae de vuelta al presente. Una moto de alto cilindraje negra y un sedán gris se acaban de chocar sobre una curva cerrada. El motociclista había salido volando a cuatro metros del accidente y la moto quedó incrustada en la cabina del conductor. Bili, caminó hacía el motociclista, lo levantó y lo llevó a la orilla de la carretera, procurando ganar algo de luz, le quita el casco y ve su rostro agonizante, los ojos claros afuera de las cuencas emanando sangre junto con un líquido extraño como lágrimas de moribundo. Tal vez podría salvarlo, tal vez este motociclista tuviera la fuerza de moverlo a recomponer su vida, al menos, la fuerza de motivarlo a regresar pese al maltrato físico de la jornada, al fin y al cabo, esta persona herida de muerte conservaba las mismas ganas de vivir ahora que cuando salió de su casa, Bili no era nadie para privarlo de su deseo, su presencia allí lo ataba al hado del motociclista, como si este hubiera estado destinado a encontrárselo en aquellas precisas circunstancias para salvarle la vida a Bili. En la sangre revuelta con los sesos que se le escapan al motociclista por los oídos y la nariz, Bili intuye el cauce de su vida, a la vez que se pone a sí mismo en los zapatos de su padre.

—Mierda. Bueno, vámonos. —Y con el motociclista abrazado, Bili saltó al vacío, pero sin la bicicleta.

 

*Juarjo Gómez. 1990, Medellín, Colombia. Bibliotecario y diseñador gráfico, asistente al taller del novelista antioqueño Juan Diego Mejía. En el concurso de cuento Juan Carlos Onetti 2022 obtuve una mención de honor con el cuento, ahora publicado en la revista digital El Coloquio de los Perros, Memes en Alta Resolución. También aparezco en la antología del VII concurso de jaicús Entre Sílabas Anda el Juego, 2024, España. Además he colaborado con reseñas literarias en la revista cultural Papel. 

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