Fe, uno de los elementos principales
en la histórica bicicleta con la que Cochise Rodríguez ganó su primera Vuelta a
Colombia, Fe, es decir, hierro, el hierro presente en la aleación usada para
darle vida al caballo de acero definitivo, hierro del que carecen los
componentes de la mayoría de las bicicletas modernas, hechas de materiales más
livianos, pero menos duraderos y sin duda mucho menos icónicos. ¿Qué
representatividad en el relato humano va a tener un elemento como el aluminio,
un subproducto de la revolución industrial, comparado con el acero, fiel
amalgama que lleva acompañándonos cinco mil años mal contados? Sin embargo,
aquí estamos, acompañando a Bili Dekith Alzate mientras asciende hacia el
municipio de Caldas por la autopista Sur en una bicicleta de montaña de
aluminio, amarilla, marca Inyan; la
bicicleta cuenta con una pacha de siete cambios y un plato de tres, freno de
disco mecánico y un porta-caramañola vacío. El logo de la marca Inyan es una larga pluma roja impresa a
todo lo largo del tubo inferior del cuadro, el cual estaba ensuciado con barro
y grasa negra. Bili está en sus treintas, hoy su cuerpo no responde igual a las
mismas exigencias de hace quince años, su piel siena está colorada y juagada en
sudor, su cabello está empapado, la camiseta azul extra grande la tiene pegada
al torso y la pantaloneta blanca de licra se le remangó del todo hasta la
cadera debido a la constancia del pedaleo en terreno inclinado, exponiendo sus
piernas flacas al golpe del sol del mediodía.
—Hacele pues hijueputa —se dice Bili
a sí mismo y con cada pedaleo una gota salina de sudor cae de su barbilla, de
su frente, de la punta de la nariz, sobre alguno de sus muslos quemados. Se
relame el sudor contenido entre el arco de cupido y las comisuras de sus labios,
con lo seca que tiene la boca, se tomaría una botella de orines agradecido.
Asciende manteniendo la cabeza gacha, sus ojos ya no soportan la luz solar
dándole de lleno. Persiste en continuar subiendo pese al ardor en las rodillas
y al vértigo que siente cuando le sobrepasa un camión y, por causa de la
diferencia de presión, el vacío de las llantas gigantes trata de absorberlo.
Con cada pedaleo siente el conjunto de su humanidad hacerse más y más y más
pesado. Su avance depende de su concentración, por nada del mundo puede
perderla, pues ahora estamos cerca de un llano, cerca de un minuto escaso de
descanso en rodada libre y, justo cuando el ácido láctico reunido en sus
muñecas había alcanzado a llevarlo a un pico de dolor, se yergue sobre los
pedales para acelerar la marcha, él está muy cerca, muy motivado y, no
obstante, cae.
Es típico de Bili auto-sabotearse
cuando está a punto de alcanzar sus metas, caer de la bicicleta estando tan
cerca de un tramo de ruta sosegado no se diferencia en nada de arruinar una
relación de siete años en el mes anterior a su matrimonio metiéndose con una
mesera de bar; esa infidelidad tampoco se diferencia de la pelea que tuvo con
su tutor de tesis al costo de ser expulsado de la universidad sin lograr
graduarse; aquel fiasco académico es paralelo a las oportunidades laborales
desperdiciadas a través de su vida por el gusto de quedarse durmiendo hasta
tarde o ir enguayabado a entrevistas de trabajo. Su vida familiar no era una
excepción a este comportamiento autodestructivo, insistía en defraudar a su
madre y desatender el amor de su hermano menor, menospreciando su presencia y
pisoteando el sucinto tiempo que alcanzaban a compartir, logrando así ganarse
el rechazo unánime de su propia sangre. Por supuesto, esta tendencia al auto-sabotaje
tiene el propósito de sabotear una estructura mayor, la de sus lasos afectivos;
aislado, nadie lo sacaría de la espiral de auto-flagelo cuyo vórtice era un
odio hacia sí mismo indistinguible de su propia identidad.
Frío. La bicicleta sin hierro continúa
su avance pasando de largo el municipio de Caldas por la carretera, en su
recorrido Bili pasa junto a personas abrigadas con ponchos, un par de señores
fumando cigarrillo, una cantina vacía atiborrada de bombillos de colores y una
casa tapizada con vasijas de barro cocido a la venta. Son las seis de la tarde,
el cielo está iluminado con una luz tenue
que se oscurecerse paulatina, asoman la luna y las estrellas. El calor
acumulado durante la tarde soleada entre el pecho y la espalda de Bili se
pierde en el caliente cuenta gotas de su jadeo. Ahora pedalea con la cabeza
erguida, emulando la postura que le enseñara su padre el día que aprendió a
montar bicicleta; Bili observa la abundante arbolada que arropa la autopista,
ignora el nombre de los cedros, de los pinos, de los cipreses y de los palos
frutales que lo envuelven mientras rueda, para él, todo lo que ve es una maleza
verde altísima sin más forma que la del caos, parecido a perderse en el centro
de su ciudad, lleno de edificios sin nombre ni número.
—Y yo por acá en la puta mierda —se
dice a sí mismo luego de frenar en seco al caer en la cuenta del hambre que
tenía. En torno suyo una soledad aplastante. Tira la bicicleta al piso y se
recuesta contra un guardarriel amarillo. Está detenido en el borde de un cañón
tupido de flora, al frente se observaba un valle arrugado y oscuro, como el
desprecio que toda la vida ha sentido por sí mismo, al mirar hacia abajo, aquel
abismo parecía llamarlo. Con el hambre y el cansancio que sentía, le parecía
imposible tomar el camino de regreso a Medellín—. Está muy tarde. —Demasiado
tarde para enderezar el rumbo de su vida, aquel precipicio era una opción más
razonable que cualesquiera otra en ese momento o en cualquier otro, en su
espalda no sentiría las manos grandes y tibias de su padre empujándolo de
vuelta a casa y allí no lo recibiría su viejo con una sonrisa de orgullo ni con
un abrazo de felicitación.
Un estruendo repentino lo trae de vuelta al presente. Una
moto de alto cilindraje negra y un sedán gris se acaban de chocar sobre una
curva cerrada. El motociclista había salido volando a cuatro metros del
accidente y la moto quedó incrustada en la cabina del conductor. Bili, caminó
hacía el motociclista, lo levantó y lo llevó a la orilla de la carretera,
procurando ganar algo de luz, le quita el casco y ve su rostro agonizante, los
ojos claros afuera de las cuencas emanando sangre junto con un líquido extraño
como lágrimas de moribundo. Tal vez podría salvarlo, tal vez este motociclista
tuviera la fuerza de moverlo a recomponer su vida, al menos, la fuerza de
motivarlo a regresar pese al maltrato físico de la jornada, al fin y al cabo,
esta persona herida de muerte conservaba las mismas ganas de vivir ahora que
cuando salió de su casa, Bili no era nadie para privarlo de su deseo, su
presencia allí lo ataba al hado del motociclista, como si este hubiera estado
destinado a encontrárselo en aquellas precisas circunstancias para salvarle la
vida a Bili. En la sangre revuelta con los sesos que se le escapan al
motociclista por los oídos y la nariz, Bili intuye el cauce de su vida, a la
vez que se pone a sí mismo en los zapatos de su padre.
—Mierda. Bueno, vámonos. —Y con el
motociclista abrazado, Bili saltó al vacío, pero sin la bicicleta.
*Juarjo Gómez. 1990, Medellín, Colombia. Bibliotecario y diseñador gráfico, asistente al taller del novelista antioqueño Juan Diego Mejía. En el concurso de cuento Juan Carlos Onetti 2022 obtuve una mención de honor con el cuento, ahora publicado en la revista digital El Coloquio de los Perros, Memes en Alta Resolución. También aparezco en la antología del VII concurso de jaicús Entre Sílabas Anda el Juego, 2024, España. Además he colaborado con reseñas literarias en la revista cultural Papel.
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