CARTA 10
Mujercita, hoy tomé al azar su nombre. La llamé amor en Carla, Alejandra, María, Angélica, Diana y Josefina. Definitivamente la angustia y la crisis reversó todo cataclismo, toda prematura hipoteca del corazón, donde amarla en todas las personas fue el cansancio en un mismo cuerpo, en voluntad y nervio, en varios diámetros de ilusión y nuevo valor, en varios rostros que mezclaban destino de mirada salvaje en otra belleza.
La fui descubriendo al separarme del viejo mundo, la porción de la vida es una pomada con signos de misterio. Nenita, he conocido su voz en la ausencia de lo material, en el aferrado terror que bautiza el hambre, la he tomado de la mano para confiscar sonrisas y que luzcan como sustitutos de banderas; amor, la categoría del amor está en la recepción de la pasión, no es negocio de dios, no retuerce, no se estira ni se lleva al cretino juzgado cívico de la inmoralidad.
Iniciamos cuando la encontré en Carla; los cien sorbos de mi mate los compartí junto a usted, junto a los migratorios aullidos de mi corazón, ese pedazo de órgano y carne que estaba aplastado de luto. Alejandra, fingí no verla para reorganizar mi soledad, pero el tango de su tango es una confesión de nuestra lujuria carnal, suficiente para descubrirnos en la patria del deseo. María, su piel de juventud, sus ojos que siembran mujer de sol, son el cheque con valor de naturaleza, me convirtieron en oración urbana cada vez que la besaba: con la plegaria de su sonrisa y con el viento de sus piernas. Angélica, la electricidad desconocida de su cuerpo, la vocación de caricias atómicas y los besos de voltaje aún la recuerdan en la bruja saliva que usted me dejó en la luz montada de mi memoria. Diana, lo único mortal junto a su presencia es el mundo; los sueños de aroma, su boquita que confiesa rebelión, extracción de impaciencia, su categoría de cariñitos cantores, de sexo y arte, de instrucciones que me hacen disolverme en su ombligo de luna, me bautizan en las parábolas del infierno presente. Josefina es la palabrita que se hunde en el planeta de la luz, el aviso de la nueva guardia de ilusiones, la poesía descarnada que se distingue con color hollín, con oraciones de mujer emocional, con rizos de pulsos vitales; nenita azul, la historia sería de sangre fría sin su presencia, sin su inmortalidad del espíritu de protesta callada; le decían gorrión por platicar con el mesías creador. Josefina de predicamentos mandalas, la que de llena y solitaria comunión se bautizaba de fuego en el templo de la meditación. Cariñito de siglos, de direcciones que enseñan las primeras palabras de la vida, del pensamiento, de la enmarcada prohibición que a oscuras brillaba más que la ternura, más que las ciudades que patean destinos desconocidos. Josefina, el silencio no olvidará su nombre, se emborrachará de su oráculo recuerdo.
Mujercita mía, las circunstancias de este camino perdido me han hecho limpiar la nube sucia; me han reinventado una y otra vez, estrujando todos los pasos, todas las soledades, todos los habitantes en mi desesperación de pecho. Adiós eternamente y eternamente, semilla de mi vida, que el instinto suyo de amar sea presencia de acto absoluto.
Siempre la amaré, marecito de mi tierra.
Marcelo
«Mujercita fue todas y fue ninguna; fue un ensueño sobrenatural, una idealizada calle con cerrojos de flores, un tiempo de crucigramas, un altar de canciones epistolares y una resurrección de belleza contemporánea.»
Fragmento del prólogo
“Para fortuna del lector, Israel Gayosso ha sabido entretejer en este salto al vacío un vuelo muy poético, echando mano de recursos literarios que la gran mayoría de los autores contemporáneos han condenado al desuso. Hay en esta obra un eco muy pronunciado a las formas del romanticismo tardío y del modernismo mexicano, cultivado a finales del siglo XIX. Autores como Manuel M. Flores y Manuel Acuña dialogan sin tiempo ni distancia con la prosa recargada y barroca de Mujercita…”
Oscar Javier Martínez
Oaxaca de Juárez, otoño de 2021
*Israel Gayosso. Escritor y columnista musical mexicano.
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