"El río que matamos" poemas de Carlos Manuel Villalobos
La congoja
A
mediados de noviembre algún dios borracho vomitaba el cielo.
Lo
recuerdo bien porque los perros se convertían en pozas de agua
y
el río
atragantado
de lluvia
corría
a guarecerse en la cocina de mi abuela.
Se
nos mojaba el hambre
y
el agua de lavar el miedo.
Un
ratón a punto de morir era el sol de aquellos días.
Entraba
por las rendijas
y
pedía
casi
a oscuras
un
poco de alcanfor para sus huesos.
Las
ánimas benditas del Santo Purgatorio
oían
por las noches nuestros ruegos
y
a pesar de los barriales
venían
a calentar el humo y la ceniza
pero
la santa voluntad de Dios es así
dice
abuela
y
nadie seca
sin
su mano
la
humedad de la pobreza.
El arado
El río es un arado.
Lo sé porque draga cicatrices a lo
largo de su paso.
Lo sé porque deja estrías en la cara
del viento
y zanjas en la voz de cada lunes.
El río ara con sus cascos la orilla
de su nombre.
Es ahí donde mi padre siembra las
semillas de la lluvia.
Es ahí donde los bueyes escriben
silabarios con los hierros de la historia.
El río hunde su silencio en el pecho
de la tierra.
Deja grietas en mi mano cuando paso a
saludarlo.
En el fondo
igual que el río
todos somos un arado.
Cada cual ara en el fuego un camino
para salir ileso.
Cada cual hunde su verdad a la orilla
de los otros.
La muerte por ejemplo es un arado.
Cava silencios en los huesos de la
noche.
El tiempo desde luego es un arado.
Deja arrugas en la piel de los
relojes.
Cada pie que arrastra su deseo por la
calle es un arado.
Cada bocaque escarba la piedad en otra boca
también es un arado.
Un dios que no entendía
el cerrojo de las puertas
Yo también hice saurios y planetas en
un jardín de lodo.
Tallé embriones de bestias que amansé
con la palabra.
Forjé huesos para duendes y labios
para el fuego.
Yo también fui un pequeño dios
pero no uno de esos que a los siete
días descansa y eso es todo.
Le puse ojos a las piedras para que
vieran mis manos sucias.
Le tallé orejas a los árboles para
que escucharan el silencio.
Inventé narices para que el aire
entienda el olor de la tristeza.
Dibujé muecas para un pájaro que no
aprendió sus alas.
Hice trenes con sed para que
obligarlos a venir al río.
Los peces si yo quería eran monos o
avionetas de combate.
Los tigres si yo quería eran ángeles
o el hijo de la Llorona.
Las ranas eran al mismo tiempo ovejas
o novias de piratas
y cualquier piedra era iglesia
un castillo o el monte más alto del
infierno.
Fui un creador que pobló de nombres
el alma de mil criaturas
un mesías al que un día castigó la
madre porque no llegó temprano a casa.
Sí.
Fui un dios que lloraba de vez en
cuando debajo de una mesa,
un dios que no entendía el cerrojo de
las puertas.
El río que matamos
Se oía como el llanto de un trueno.
Llegamos a pensar que tal vez era el
alma en pena de un volcán con ira.
Pronto supimos que un lagarto de
hambre le había roto la garganta al río.
Corrimos con vendas de urgencia a
coserle los ronquidos.
Pero no hubo forma de atajar el
murmullo
y menos los rumores del agua ya sin
aire.
Tenía la cola alicaída como un árbol
cuando pierde el equilibrio.
Alguien dijo que lo mejor era matarlo
de un balazo.
No había caso que sufriera más.
Lo amarramos del hocico y a rastras
lo llevamos a un barranco.
Sonó el balazo.
Se oyó el resuello.
El río cayó sin habla a la orilla de
su cuerpo.
Ni una gota de sí quedó en el aire
que dolía.
Ahora el resoplo que se oye es un
insecto,
un animal de monte que tal vez escapó
con vida
o quizá esto que desagua la tristeza
es un fantasma
un río sonámbulo
que va de pueblo en pueblo
sin saber que lo matamos.
Lo
que sangran estas minas
Es
la angustia lo que sangran estas minas.
Son
los ojos del odio lo que brilla
en
cada piedra.
No
hay lámpara que alumbre
un
dios
en el fondo de los cerros.
Aquí
jadean las manos del miedo.
Aquí
se pudre el día como otro niño
que
no aprendió a decir el nombre de sus padres.
Las
naves que salen de Perú
no
llevan pedazos de sol para los reyes.
No.
Lo
que empuja el viento hacia Castilla
es un
barco de tristeza.
Lo
que lleva el mar en sus bodegas
es una
fosa común
toneladas
de oro
para
hacerle un altar
a
la miseria.
*Carlos
Manuel Villalobos, Costa Rica, 1968. Es Premio Internacional de Novela Corta
“Diario Jaén” (España); Premio Internacional de poesía “Vicente Rodríguez
Nietzche” (Puerto Rico); Premio internacional de poesía Dolors Alberola
(España) Finalista del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador
(España), Finalista del Premio XXVI de novela Ciudad de Salamanca. Premio
UNA-Palabra en el género cuento (Costa Rica); Premio Brunca de la Universidad
Nacional de Costa Rica. Publicaciones literarias Poesía: Un
río sonámbulo, Cambio de Dios, Fosario, Altares de ceniza, El cantar de los
oficios, Trances de la herida, Insectidumbres, El primer tren que pase,
Ceremonias desde la lluvia y Los trayectos y la sangre. Cuento: Curación
de la locura y Tribulaciones. Novela: El libro de los gozos. Ensayo:
Los extremos de la imaginación y El ritual de los Atriles. Es doctor en
Literatura Centroamericana, máster en Literatura Latinoamericana y licenciado
en Periodismo. Se desempeña como docente en la Universidad de Costa Rica.
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