Faltaba empacarla. Amontonarle mis chécheres y cherebecos, envueltos en una sábana, como si yo fuera un nómada o un gitano, separado de mi tribu. Quizás era demasiado pedirle a mi bicicleta enclenque, con sus radios doblados como huesos de pajaritos. Subir hasta Piedras Gordas y luego bajar y cruzar el río Pipalao para llegar a nuestra pequeña ciudad.
Mi familia había estado de paseo. Recibí noticias que ya habían cruzado el río y estaban en casa. Yo me había quedado porque me asustan los relámpagos y no quería viajar así. Ya que había escampado, me tocaba volver solo en bicicleta.
Bichos rebotaban sobre el calor a la subida. Ascendía por las curvas de la carretera. Pedaleaba con el corazón en la boca.
Me llevan en un estuche.
No. Más bien sería como un maletín pequeño.
Bajar paso por paso, sin posada posible.
Me llevan en un maletín pequeño.
Decir que me llevan es quizás demasiado. Solo siento un movimiento en la oscuridad y veo la costura de luz al frente.
Apuntarle al encierro, a girar en media nuez, un parpadeo en la bombilla.
En una curva, sentí que de repente volaba, y luego la montaña abrió la boca y nos tragó. Luego en la garganta oscura de la caída, un empujón por algo mucho más grande que yo, que me separó de la silla de mi vuelo, de mis alas giratorias, de los pedales con que me sembraba en el mundo. El yo que se fue pa’ bajo se astilla contra el yo que siempre va pa’ ‘rriba.
Dado que siento que ya soy un vejestorio, supongo que me llevan de un ancianato a otro. Vejestorio tiene un aire teatral, y no describe el morrito de huesos en el que me he convertido.
Buscar a la lombriz que titila. Palabras en la boca para esparcir como semillas.
¡Huesos! Como si fueran huesos blancos, lavados por el tiempo. No. Lo que queda de mí son segmentos, segmentos de funciones mínimas, segmentos de experiencia y memoria.
¿Qué tiene que ver el estar atrapado bajo un derrumbe, con un ataque que le dio cuando era joven, y luego con su haber desaparecido en plena caída ya anciano?
Ungir con una cascada de fracturas. Poco a poco lograr una prótesis articulada. Pitos y chirridos son su canto de vida.
Para entretener, se divide una estupidez en segmentos, y así adquiere cierta complejidad.
Agarrada y soltada, la fluidez se desliza por las manos. De acá para allá, revolotear ya dentro de la bombilla. El calor retuerce el abandono.
Me deslizaba al respirar. Suena improbable, algo tan lineal. Desde este estancamiento. Mando la mano y otra mano la atrapa. Mando la pierna y otra pierna la tropieza.
Esta mañana, sentí como va ser cuando pierdo la cordura. Sentado en una silla amplia, recibía el sol y los minutos. Una voz interna me decía que tenía que ponerme de pie, que tenía que actuar. Pero no sabía exactamente qué era lo que tocaba hacer. La voz interna lo decía, pero la palabra que usaba no se entendía bien. Cuando logré fijar esa palabra en mi cabeza, entendí que para esa palabra existían varias interpretaciones, y no me quedaba claro lo que debí hacer. Esta realización me causó angustia, y sentí dificultad al respirar. Empecé a notar que otras voces se entraban y sonaban en mi cabeza, cada una con algo diferente que me pedía hacer, y cada voz tapaba parcialmente la anterior. Mi sensación fue que pasó un tiempo largo durante el cual no pude hablar ni levantarme.
Arriba baja hacia la derecha, abajo sube hacia la izquierda. Entrar en la llave.
El día mismo me soltó. Soltar normalmente significa hacia afuera. Aferrado a una aspiración vertical, el día me soltó hacia adentro. Caí entre mis propios brazos.
Un tartamudeo que asfixia y sujeta, abre suturas hacia hemorragias de luz.
Sensación es lo único que tenemos, y se anida en la ilusión de tiempo y de espacio. Atrapado bajo la tierra de la montaña, él vivió la fuerte sensación de ser crisálida dentro del capullo, de estar atrapado en una fase violenta de transición.
Entre mi cuerpo y la sombra hay mucosa y excreciones. La sombra me presiona a través de lo líquido y lo pegajoso.
La espiral detiene la caída, fija el descenso en una secuencia de puntos, sitios, estados. El aire se vuelve frondoso de espiritrompas como arabescos en la llegada. Buscar articular el filamento encendido. Dobleces presagian quiebres.
La verdad es que en este punto, entre aquí y aquí, soy capaz de producir reflejos, pero sin experiencias correspondientes. Si se empieza por acá, no es propicio incrustar ridiculeces acerca del hombre que fui, y todo lo demás, aunque la banalidad espese el aire y esforzarme contra mis propios gestos traiga recuerdos de sabores dentro de mi boca.
Parecía un encuentro. Yo me encuentro. Paso por mí, me repaso. El yo que puede ir y volver. El yo que se tiene que quedar. Mi yo al alcance agarrado al yo que alcanza.
No saber que los peldaños siempre se mezclarán uno con el otro, ni que los zancos son alas recostadas. La columna vertebral ensarta el aire y este esboza armazones que vibran.
No soy yo el que es larval. Semejantes reflexiones rebotan dentro de la vergüenza. Los codos y las rodillas aletean. La vergüenza es el musgo que cubre los adentros de un pozo. Me deslizo sobre ella.
Vean al muchacho tirado ahí en la acera. Parece que estuviera luchando con alguien más. Toda la vida le han dado estos ataques, eso dice la vecina. La expresión en el rostro es como si estuviera haciendo fuerza. Parece necesitar ayuda. ¿Pero quién se acerca? La vecina dice que duran solo unos minutos. La espuma le sale por la boca, tiene la mirada perdida, o no perdida, sino enfocada sobre un punto invisible. A veces su cuerpo parece ser todo de una pieza, como si algo lo intentara levantar y lo dejara caer de nuevo al piso. Sus manos intentan cerrar sobre algo. Parece un pez sacado de un lago. Intenta escalar el piso.
Las alas buscan de quién enamorarse en el nudo de pies y manos.
Cada pie, cada mano, encuentra un peldaño.
Arriba baja hacia la derecha, abrazo sube hacia la izquierda.
Dos caídas ¿de quién? se equilibran y giran en balanceo, un abrazo vuelto péndulo.
Bombear el soplo que se empuña, el revoloteo atrapado en una bomba. El corazón encierra la corriente de flexiones, parpadea frente al resplandor.
Caricias sobre los ventrículos del cielo.
¿A quién le estoy brotando?
El peldaño segmenta el aire.
Algo tenía que entrarse al estuche, a la nuez donde él se enroscaba para intentar protegerse. Alguien tenía que entrar a quebrarle los huesos y amasarle nuevos tejidos. Pero no había nadie más. Tenía que bajar otro él por la escalera de sí mismo, por su ascender y desplomarse. Este otro mismo lo podía romper, lo podía volver a concebir hacia algún imago.
Despertar muy presente en el aquí y tan perpetuo ya.
La manera que eso se hace más eso.
Me arraigo a un hombro.
Tajar las hojas hasta llegar a una amnesia de nubes y luces.
La vergüenza se va a tierra. La herida asciende y enhebra una perdida incalculable.
La corriente es un chisme entre gusanos. Más y aún más de eso que se hincha y se rebosa, y entonces en todas partes mitades de escaleras se encuentran para inclinarse y torcerse a la fuerza hacia el sol que crece e ilumina todo.
Pensé que mi pie se había despegado, pero era un halón que me empezó a destapar. Vi cuando me entró la luz desde abajo.
¿Cómo contener el ardor en la barriga, sin reventar ni germinar?
Nadie cuenta que el capullo está lleno de espejos.
Me reflexionas y ahondo al entrar más en el lago de mi silueta.
Al subir, el fémur atraviesa un peldaño y el cuerpo gira en aire cristalino y pesado como agua. Las manos y los pies se despegan como peces.
Miro desde el lecho de todo lo que se ha hundido y veo la calle brillar en olas hasta que la cubre el cabello del sol.
Es un balcón en un cuarto piso. El hombre se inclina. Hay un resplandor, quizás es solo el sol reflejado en la cabeza de su bastón.
Después sería una causa célebre en todos los medios, porque mucha gente lo había visto tirarse, o caerse, (existían versiones variantes), del balcón.
¿Quién?
El anciano del bastón plateado.
¿Cuál?
El que olía a sancocho de gallina. El de las canas engominadas.
Porque era la primera vez en la memoria colectiva de la pequeña ciudad, que mucha gente hubiera visto cuando alguien se tirara, o se cayera, de un balcón, pero en que nadie vio, descubrió, o encontró dónde había caído a tierra.
*Hijo de padres colombianos, George Mario Angel Quintero nace en 1964 en San Francisco, California, donde vive sus primeros treinta años. Estudia literatura en la Universidad de California y es becado en creación literaria en la Universidad de Stanford. Como George Angel, publica poemas, prosas y ensayos en revistas literarias estadounidenses y canadienses; también publica los libros en inglés: Globo (1996), The Fifth Season (1996), y On the Voice (2016). Desde 1995 reside en Medellín, Colombia, donde, bajo el nombre Mario Angel Quintero, publica los libros de poesía Mapa de lo claro (1996), Muestra (1998), Tentenelaire (2006), El desvanecimiento del alma en camino al limbo (2009), Keselazboga (2014), Mapa de las palabras (2014), la materialidad (2020), Cardos (2020), y los libros de dramaturgia Cómo morir en un solar ajeno (2009), La sabiduría de los limones (2013), y Calamidad Doméstica (2016). Porciones de su obra han sido traducidas al macedonio, portugués, sueco, croata, búlgaro, francés, italiano, albanés y árabe. Este año, se publica en Italia un libro de traducciones de sus poemas al italiano, Diventa l’albero (Samuele Editores, 2020), y en Croacia un libro de traducciones de sus poemas al Croata, Moje svjetlo i druge pjesme (Druga priča, 2020), y en árabe la traducción de su novela corta, Aqrab (Dar Al-Rafidain, 2020).
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