Él estaba acostado.
Joven robusto, de metro ochenta y dos de carne escuálida; de mirada inexpresiva
y ojos perdidos. Miró al techo y se preguntó —¿Soy capaz de seguir así? —. En
la esquina que une el techo con la pared, por una telaraña envejecida se abría
paso una araña. El joven, atraído por la danza del arácnido, detalló por unos
segundos aquel movimiento. Recordó un documento sobre arañas que en la escuela
tuvo que leer alguna vez. No recordaba muy bien su contenido, pero reconoció el
concepto: la seda que teje la araña es casi tan resistente como el acero.
Construir la telaraña es, pues, conquistar la supervivencia. El engaño, la
trampa, constituye para la araña, la victoria de la vida; que es, a su vez para
la presa, la victoria de la muerte.
El joven se
preguntó de nuevo —¿Soy capaz de seguir así? —.
Un psiquiatra le había
recetado un agresivo medicamento para el trastorno obsesivo-compulsivo. El
medicamento parecía no funcionar. Él sufría de obsesiones variopintas: temía
tener un infarto debido a su gusto por las frituras, temía un fuerte terremoto,
y temía, también, alucinar de manera visual o auditiva. De repente, un nuevo
pensamiento intrusivo se presentó: se visualizó degollando a su madre. Se vio
deleitado por la sangre que vertía la herida abierta. La telaraña estaba
ya puesta, y la presa a punto de caer en ella.
Un golpe de calor le
recorrió al joven desde la punta del dedo meñique del pie hasta el último
centímetro de su cráneo. Las pupilas de aquellos ojos se dilataron como el
hormigón se dilata con el calor. Sus manos temblaban. Se levantó de la cama y
se sintió como si midiese diez metros. Pudo sostenerse con torpeza de la
cabecera de la cama. Intentó tomar aire, pero sintió como éste se detenía justo
en la tráquea, como si algo interrumpiera su paso. Levemente comenzó a
hiperventilarse mientras intentaba, sin éxito, caminar por el pasillo que unía
su habitación con la de su madre.
Su madre, mujer
robusta al igual que él, de metro sesenta y siete de carne fofa; tumbada en su
cama, veía imágenes de servilletas en crepé en alguna revista y recortaba, con
una tijera, los diseños que le gustaban. Su cuarto constaba de una cama doble
enrollada en una franela color verde pastel, una mesa de noche con el retrato
de Jesucristo y un televisor antiguo que tenía mala la pantalla y hacía las
veces de radio. Ella gimoteaba con insistencia, mientras mojaba sus yemas de
los dedos con saliva para pasar a la otra página. Sintió un estruendo en el
pasillo, pero esto no interrumpió su actividad y sus continuos gimoteos.
El joven, derretido en
el piso, repasaba de manera incesante el plan: se pararía, organizaría su
camisa, se miraría en el espejo del fondo del pasillo y se perdería un rato en
sus ojos como viviendo una fantasía en la cual daba aviso a su madre del plan
macabro y le daría a ella un momento para salir corriendo y salvaguardar su
vida. Pero aquella fantasía no sería más que un vago anhelo, y no correría con
la suerte de avisar a su madre. Devolvería la mirada del espejo, entraría
rápido a la habitación de su madre, cogería las tijeras y tumbando a su
madre hacia el otro costado de la cama, la cogería desde la parte posterior de
su cabeza, él detrás de ella, y posaría las tijeras en la sudorosa carne de su
cuello. Luego, con un movimiento lento, cercenaría el cuello de su
progenitora.
Y así fue. El joven se
levantó del piso, organizó su camisa y se miró al espejo. En el espejo anheló
darle aviso a su madre sobre su futuro, pero devolvió la mirada y caminó hacia
la habitación de ella. Adentro, le arrebató las tijeras y la tumbó hacia el
otro costado de la cama. La cogió de la parte posterior de su cabeza, posó las
tijeras en el cuello sudoroso de su madre y, con un movimiento lento, le
cercenó el cuello.
La araña en la esquina
comenzó a comer el insecto que reposaba en el centro de la telaraña y el joven
contestó su pregunta —definitivamente no soy capaz de seguir así—. Siguió
acostado, mirando la esquina que une al techo con la pared, y escuchó a su
madre en la otra habitación gimotear al pasar de nuevo la página. El calor
volvió a recorrer al joven desde la punta del dedo meñique del pie hasta el
último centímetro de su cráneo. La araña tragó a su presa.
*Jerónimo Villa, nacido en Medellín, Colombia, el 17 de mayo de 2001, autor del poemario “Versos trasnochados”, es graduado en Conocimientos en artes escénicas en Charlot Medellín y es estudiante de Licenciatura en literatura y lengua castellana en la Universidad de Antioquia. Ha sido parte del elenco de la obra “Anacleto Morones” versión libre de la obra de Juan Rulfo. Ha publicado poemas en las revistas literarias Revista poética Azahar (España), Revista de poesía margen de luz (Bolivia) y Revista Hoja Negra (Colombia); y en una antología poética llamada “El camino de la felicidad” de la editorial ITA.
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