Hace
cosa de un mes apareció en mi vida, por segunda vez y por Messenger, un señor
para que participara en un concurso literario. Repasé nuestra conversación
pasada, era de hacía un año, y terminaba con que no me daba tiempo a
presentarme. “Esta vez sí”, dijo. Le recordé que tengo publicadas trece novelas
que, en formato físico y digital, llegan a cualquier lugar del mundo a través
del enlace en mi página de la Editorial Bubok y también le pasé el de mi blog
donde cuento todo lo ocurrido desde que decidí dar a conocer mis libros en
2013.
En
fin, en ese momento estaba repasando la novela que acabo de mostrar al público
a través de las redes sociales en las que me muevo. Por cierto, mis novelas no
han pasado por un corrector ni por censura alguna, lo cual no me importaría si
con ello lograra vivir de la escritura. Ahora lo hago de dar clases en un
instituto de secundaria, lo llevo haciendo desde el 2016, pero no tengo mi
puesto fijo, que no sé si algún día conseguiré porque acabo del trabajo agotada
y no puedo volver a estudiar lo que ya superé en unas duras oposiciones del año
2014.
Aún
no he conseguido tener casa propia, y eso que tengo más de medio siglo, y solo
desde que soy profesora he podido vivir por mi cuenta, antes lo hice en
compañía, fui precaria, trabajé poco.
Aún
no he hablado del aceite, que es lo que me trae por estos lares, el motivo del
concurso.
Desde
pequeña mi madre nos inculcó, a mis hermanos y a mí, que de los aceites el de
oliva era el mejor y, de hecho, no consumíamos otros. Si compraba unas latillas
de atún estas tenían que ser en aceite de oliva, nada de aceite de girasol, por
ejemplo. Si me remonto a mi infancia, también recuerdo a mi padre cantar
aquello de Paco Ibáñez, la de: “Andaluces
de Jaén, /aceituneros altivos, / decidme en el alma: ¿quién, / quién levantó
los olivos?”, el poema del gran Miguel Hernández.
La
madre de mi madre murió cuando esta tenía 3 años. Era de Mengíbar (Jaén).
Emigró a Málaga porque en un reparto de tierras, un pequeño olivar, a ella no
le tocó nada por ser mujer. Mi madre pudo ir a este pueblo una sola vez, cuando
yo contaba con dieciséis primaveras.
Desde
que vivo sola, bueno con mis perrillos Rosi y Froi, siempre desayuno pan con
aceite de oliva. Le puedo restregar un ajo y añadir tomate y jamón, aunque la
más de las veces es queso porque no quiero comer animales.
En
la solicitud para participar en las oposiciones había pedido que, de aprobar,
me enviaran a cualquiera de los casi ochocientos pueblos de Andalucía. Me
mandaron al de mi abuela.
Continuaré
relatando algo que allí me sucedió, pero antes insistiré en lo que me cuesta
escribir: quizás por el calor, quizás porque he perdido el hábito desde que
comencé a trabajar, quizás porque quedé en estado de shock cuando me enteré del
fallecimiento de P. Aranda. Estas líneas son mi pequeño homenaje. Tenía solo
dos años más que yo y hace tiempo había tenido la fortuna de conseguir dejar la
docencia para dedicarse a la escritura. Le compré su primera novela cuando la
publicó porque me gusta apoyar a la gente que empieza. Estos días, alguien
escribió que, siendo ya reconocido, se presentó a un concurso literario en
Antequera, bajo seudónimo, y no ganó nada. Lo comentó cuando, años después, lo
invitaron a ser jurado del mismo.
En
Mengíbar me quedé más de un mes. Existe un museo del aceite y compré algunos
productos de cuidado corporal, para mí y para mi familia, que incluyen este
ingrediente.
Al
poco de llegar, seguía llorando, antes de acostarme, la muerte de mi perrito
Mitón acaecida tres meses antes. Una noche soñé, por primera vez desde su
partida, con él y en el sueño aparecía una perrita a la que realmente no veía y
a la que alguien desde lejos llamaba por su nombre a gritos:
“¡Roooooosiiiiiiiiiiii, Rooooooosiiiiiiii!”
Tres
días después encontré a mi chihuahua de patas largas, pidiendo algo de comer,
en la terraza del bar donde iba a desayunar con mis compañeros del instituto.
En
Mengíbar también encontré una tienda llamada igual que el primer apellido de
Carlota, mi abuela materna, y una historia, en la ermita del Cristo de las
Lluvias, acerca de una señora con dicho apellido, que vivió hace cientos de
años, y que dejó en herencia un manto para la Virgen, pero no indagué nada más
porque mi madre así me lo pidió. Solo, al final de mi estancia, comenté algo a
mi casera y ella me contó que había dos familias con ese apellido y que
seguramente mi madre tendría que ver con una de ellas, pero que hacía falta el
certificado de defunción de mi abuela y contactar con un señor, muy conocido en
el pueblo, que se encargaba de investigar estas cosas con mucho gusto.
Luego
tuve que esperar, en casa de mis padres, hasta mediados de febrero del 2017
para que me volvieran a llamar. Esta vez me tocó de nuevo, y por poco más de un
mes, otro pueblo de Jaén que desconocía: Linares.
Pero no me da tiempo a hablar sobre mi experiencia en Linares si quiero participar en el concurso. He “perdido” algo de tiempo conmocionada por lo del perrito Timple en Canarias dedicándome a recoger firmas para que se haga justicia, por él y por otros seres inocentes, y a informar de concentraciones en diferentes puntos de la geografía española en defensa de una Ley Contra el Maltrato Animal más justa, para que los monstruos vayan a la cárcel.
* Margarita Bokusu Mina es su seudónimo. Nació en 1969 en Málaga. Comenzó a escribir desde los 13 años, inició
sus estudios de psicología a los 18. A
los 20 años se marchó a Londres donde pasó algo más de dos años siendo
acomodadora en un teatro. Se licenció en Filología Inglesa en 2003. En 2008
comenzó a escribir su primera novela, publicada con la Editorial Bubok a partir
del 2013. También se dedicó a estudiar oposiciones
que aprobó en 2014. Lleva más de un lustro como docente. En 2022 publicó su decimotercera novela.
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