Pensar en el cuerpo termina pareciéndose a reflexionar a partir de los claros del bosque a los que hiciera alguna vez referencia María Zambrano. La filósofa y poeta veía al claro del bosque como un centro en el que no siempre es posible adentrarse; desde la lindera se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso que nos lleve a él. El cuerpo, así como los claros del bosque de Zambrano, es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama hasta donde vaya marcando su voz. Al obedecer a esa voz llegamos a un lugar intacto que parece haberse ofrecido en ese único instante, puesto que no volverá a darse otra vez igual. “No hay que buscarlo, reflexiona Zambrano. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido”. El cuerpo se volvió lugar donde se desaparece con la intensidad del relámpago. Entre el lindero y el corazón latiente y luminoso del claro del bosque: oscuridad petrificante y petrificada. Entonces, se hace necesaria la posibilidad de acompañarnos por la llama de una vela para transitar entre tantas oscuridades.
El cuerpo es un lenguaje que por momentos se desvanece. Todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo ininteligible. La llama de la vela desnuda el lenguaje en imágenes. La llama es, entre los objetos del mundo que convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. La llama nos obliga a imaginar. Ante una llama, en tanto se sueña, lo que uno percibe al mirar no es nada en relación con lo que se imagina. La llama lleva a los más diversos dominios de la meditación su carga de metáforas e imágenes. La llama de la vela brinda vivacidad a la búsqueda del cuerpo en tanto que la misma llama comparte esencialmente la misma vida que se trata de hallar en la búsqueda del cuerpo. ¿Qué se halla a través de la llama de la vela? El potente hallazgo de la comprensión intuitiva de que vida y cuerpo están unidos desde siempre por un mismo espíritu llameante a través del cual se descubre la simultaneidad del cuerpo penetrado y la conciencia impenetrable. La llama de la vela permite transitar hacia el claro del bosque por medio de su función productora de imaginación, es decir, en su constante flamear el sujeto alcanza la conciencia necesaria para comprender que “la imaginación es el deseo en movimiento”, escribe Octavio Paz, pero, al mismo tiempo, la luz que irradia la vela parece desnudar al cuerpo como la parte más semejante al mundo, pues, como es sabido, desde y a través de él, el ser humano entra en contacto con ese mundo. El cuerpo es develado como un componente sentiente atado a las condiciones del mundo y sujetado a la comprensión que se hace de él a partir de él mismo. Una comprensión fraguada desde un sentido hermenéutico, es decir, aquella que sitúa al sujeto en la periferia de la oposición entre explicación y comprensión. Aquella comprensión que acompaña al ser humano en todos los modos de ser-en-el-mundo.
La llama de la vela bachelardiana presume del fuego que la corona, presume de todo cuanto desde ella se alumbra. Se sabe portadora de un fenómeno privilegiado que es capaz de explicarlo todo. “Si todo aquello que cambia lentamente se explica por la vida, afirma Gaston Bachelard, lo que cambia velozmente se explica por el fuego. El fuego es lo ultra-vivo. El fuego es íntimo y universal”. El fuego pone en contacto al ser humano como todo aquello que habita en sus profundidades y se ofrece como un amor. “Desciende en la materia y se oculta […] Entre todos los fenómenos es el único que puede recibir netamente dos valoraciones motearías: el bien y el mal. Brilla en el Paraíso. Abrasa en el Infierno. Dulzor y tortura. Cocina y apocalipsis”. Al igual que en el pasado remoto, la llama ardiente de una vela desataba el pensamiento de los filósofos ofreciendo la posibilidad de abrir todos los caminos del ensueño, de la imaginación, de la creación. Desde su silencio llameante se abre ante los ojos atentos un campo repleto de metáforas que exigen repensar la realidad y, en este caso, al cuerpo. “En aquellos tiempos del lejano saber en que la llama hacía pensar a los sabios, las metáforas eran el pensamiento”. El fuego facilita el camino y se hace método maravilloso para estudiar al cuerpo como punto de partida de la propia inmanencia subjetiva, para confirmar que realmente se trata de la situación originaria y originante de la corporalidad. El calor del fuego radicaliza la subjetividad quedando equiparada con la corporalidad, fuente no constituida por nada, primera, y originaria de todo aparecer y manifestación del mundo. Michel Henry, filósofo y novelista francés, afirma que el punto de partida de toda interpretación del cuerpo no es el afuera sino la subjetividad. Partirá de una idea de Maine de Biran que consiste en confirmar que cuando se dice «yo pienso», no sólo se está diciendo algo con distancia respecto al pensamiento, sino que existe una afirmación inmediata e inmanente al Yo, de un modo transparente, sin intervención alguna.
En tal sentido, ahora el propio cuerpo se transforma en la propia llama de la vela puesto que por medio de él, del cuerpo, se conoce al mundo. El mundo se hace visible debido a que la subjetividad es la luz misma que en el constante transcurrir existencial lo va abriendo y lo muestra. Henry comprenderá que la subjetividad no es receptora del mundo tramando sospechas sobre la verdad de los objetos, sino totalmente lo contrario: de ella devendrá toda la verdad y conocimiento posible de sí misma, del mundo, de todo. La situación del cuerpo es tan primera e inmediata como la subjetividad misma. Para Henry, la subjetividad es la propia corporalidad y la manifestación del cuerpo no es segunda en el conocimiento de sí y del mundo. La palabra unifica al fuego, al cuerpo y a la subjetividad como una misma cosa capaz de descifrar el misterio que habita en el secreto de la vida y de la muerte. El fuego que es la subjetividad ardiente transforma al cuerpo en un «logos» de la carne viva del ser humano, es decir, el cuerpo se transforma en «encarnación», espacio carnal donde se realiza y desrealiza el mundo. El cuerpo, vuelto ahora conciencia encarnada, se asume a sí mismo como una revelación de esa otra realidad humillada hasta ahora por el cartesianismo y la racionalidad moderna. El cuerpo no es ya cuerpo. El cuerpo ahora es, si se quiere, una geometría sentiente que desestabiliza al «logos» ofreciéndose a sí mismo como una totalidad plenaria, hambre de comunión más allá de lo erótico, tejido de presencias, ondulación perenne en la cual aparece y desaparece la imagen del mundo.
El fuego danzante en la corona de la vela deconstruye el «yo pienso» cartesiano transfigurándolo en espontaneidad ardiente, en el «yo puedo» voluntarioso del nietzscheanismo, es decir, aquel de las capacidades corporales y adquisiciones históricas que sustentan el comportamiento e iniciativa. Según Merleau Ponty, la misión de la filosofía es disponerse en esta esfera en la que se producen las fugas de sentido que dan lugar a unas nuevas significaciones. Por ello ha propuesto una especie de fenomenología de la corporeidad con la finalidad de construir una especie de envolvimiento recíproco, ya que el sentido no se genera por un movimiento desplegado desde la exterioridad a la interioridad, en vista de que no resulta de encuentros imprevistos en una consecución de eventos que transcurren en tercera persona. Tampoco brota en virtud de un adelanto desde el adentro hacia el afuera, porque no es la consecuencia de la obra condensada por una conciencia definida como poder absoluto. “Su verdadero origen ha de buscarse en un movimiento a la vez centrífugo y centrípeto, es decir, afirma Merleau Ponty, en el momento en que nuestras intenciones se encuentran con contenidos que permiten su expresión, o, a la inversa, cuando los elementos de la experiencia son recogidos por intenciones que les confiere un carácter personal”.
Cada nuevo presente del transcurrir humano compromete de distintas maneras todos los ordenamientos pasados porque permite una trascendencia hacia nuevos vínculos significativos que establecen la representación de los hechos de otras maneras. El cuerpo, el cuerpo humano, es una cosa que participa de la carne del mundo, es, en muchos sentidos, la carne del mundo. Por otro lado, es aquello que, por ver y tocar las cosas, es carne del cuerpo. El cuerpo es un ser de doble dimensión manifestadas en un lado sensible revelando tanto al prójimo como a mí mismo y un lado sentiente únicamente accesible a mí mismo. Merleau-Ponty, tocado por el fuego que lo abrasa desde la vela encendida, termina subrayando que la carne del cuerpo emplea su ser sensible –su ser visible y tangible– como un vehículo para estar incorporada al conjunto de las cosas sensibles, esto es, a la carne del mundo. Poseído por el calor de la llama, el cuerpo es capaz de captar lo sensible en razón de ser una cosa del mundo: cuerpo mundano. Sin embargo, al mismo tiempo, es también en ese instante de lo sensible que se modifica en un ver y un tocar mediante los cuales toma heredad de todo lo sensible incorporándolo dentro de sí.
El fuego de la vela bachelardiana permite vislumbrar al cuerpo como un horizonte de la experiencia vivida. Brota irracionalmente de la frialdad cartesiana para asumirse como encarnación, instante fecundo en el cual se comprende al cuerpo como un comportamiento del sujeto, ya que ser cuerpo es existir encarnadamente: ni como puro sujeto ni como puro objeto, sino trascendiendo todas las esferas de la existencia. El cuerpo es potencia de mundo que existe integrada al espacio y al tiempo en el espacio y el tiempo corporales. El cuerpo es un estar abierto al mundo, al paisaje como unidad de los sentidos y el mundo de la vida. Mundo que tiene como punto de partida el punto cero de orientación desde el cual abrir un espacio existencial en el que se ensancha la contingencia humana. El cuerpo vivido es el sustento de toda intencionalidad de la conciencia, siempre encarnada y dirigida al mundo para convertirlo en el campo de los propósitos teóricos y prácticos.
Estos propósitos descubiertos por Merleau-Ponty son el centro de todo proceso de aprendizaje. El cuerpo aprende infatigablemente constituyendo y organizando los estímulos en relación con los problemas prácticos y gracias a una competencia corporal que no es, en modo alguno, un conocimiento «a priori», sino un saber establecido progresivamente en el esquema corporal. El cuerpo no es materia pasiva, por el contrario, es inteligencia del mundo o, mejor todavía, conocimiento sensible. El cuerpo, la gran razón nietzscheana, es la fuente, no el efecto, de todas las experiencias y estas experiencias son el modo en que el hombre logra acceder a todo lo otro. Ese silencioso entrelazamiento corporal con lo otro es lo que posibilita la sensibilización que actúa como término que quiebra la dualidad entre materia pasiva y espíritu activo, entre el mundo y la conciencia. “No podemos cortar el cuerpo en dos diciendo «aquí el pensamiento, la conciencia; allí la materia, el objeto. Hay una profunda circularidad en el cuerpo, a eso yo lo llamo carne». El cuerpo sólo es un acontecimiento de esa matriz universal, de esa vida en movimiento que porta una reflexividad sensible”.
*Valmore Muñoz Arteaga. (Maracaibo – Venezuela. 1973) MSc. en Filosofía, licenciado en Lengua y Literatura. Investigador y profesor en las áreas de Literatura, Filosofía y Humanismo Cristiano. Director del Colegio Antonio Rosmini. Ha publicado varios libros en las líneas de la Literatura y la Filosofía entre los que podrían destacar Sylvia, Diario de un Hombre Invisible, Memorias del Cuerpo, El Cuerpo desde la Razón Ardiante, entre otros, así como artículos en la prensa venezolana y en revistas nacionales e internacionales.
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