Recostada en la baranda de mi cama y agarrada de un libro, como si se tratara de un arnés para no sucumbir en mi descenso por los abismos del alma, sostenía uno de mis ejemplares preferidos, el de la filósofa Chantal Maillard, La compasión difícil. Lo venía husmeando desde hacía varios días. Digo husmear, pues solo encuentro una manera de conquistarlo: acercándome a él de manera sigilosa. A los interesados en explorarlo, debo advertirles cuidar la actividad de las manos y del corazón, diferenciándola de aquella que realizan los pies, de lo contrario, podrían quedarse en la cama dando vueltas con el libro, echando a perder la búsqueda de la perla.
Volvamos a la historia de mi aposento. Seguía sola en mi cama y comencé a medir su extensión; aunque pensé que sus dimensiones me eran familiares, las veía amorfas. A mi costado derecho estaba la otra almohada; la funda que la protegía pendía de un hilo y el algodón que tantas veces la había robustecido para recibir la cabeza de su dueño, se agitaba dándole la forma de un erizo. La agarré cuidadosamente poniéndola por fuera de ese cuerpo amorfo que todas las noches me recibe. No sé cómo calificar ese recibimiento, pues, si digo acogedor, es porque se trata de uno de mis refugios preferidos. Si le pongo el apelativo de amorfo como lo nombré más arriba, es una cama ocupada por cuerpos en estado de desasosiego y rostros bordados con una hebra de tristeza. Cuando me acerqué a esta última palabra, una voz interior me dijo: «¬¡Cuídate de esa palabra! Podría sonar demasiado moral para abrigarte con ella». Entonces, recordé nuevamente que no podía sucumbir en mi intento de hallar la perla.
Seguí midiendo lentamente los contornos de mi cama, quería cerciorarme de que aquel engendro de cuatro patas seguía conmigo, a pesar de las injurias que a veces le profería. En uno de los bordes había un pequeño montículo de madera que estaba precisamente al lado izquierdo de mi abismo. Miré hacia abajo y las baldosas también eran amorfas; bajaban y subían en espiral hasta tocar el techo, ponían en movimiento la lámpara de cristal que había heredado de mi segunda madre, mi tía abuela. Del cristal exhalaban tres colores: el amarillo, el rojo y un azul verdoso. Si movía mi cabeza hacia la derecha, el amarillo ponía en movimiento el erizo. Si dejaba caer mi cuerpo en serpentina abarcando los cuatro costados de la cama, sentía el color púrpura de las dos cerezas que estaban en mi mesita de noche, deslizándose por mi espalda. Si volvía a mi estado original, agarrándome nuevamente de la armella, el azul verdoso de las palabras desnudaba mi alma. Tanta luz y desabrigo no me permitían distinguir el nombre de mi soledad, entonces comencé a ovillarme ante aquella deidad de cuatro patas. Me cubrí nuevamente con las tres cobijas y, encendiendo las almenas de mis ojos, seguí poniendo en movimiento las alas del libro. Quería recibir un mensaje, aunque fuera encriptado del lugar donde estaba la perla.
Eché las cobijas al piso. Necesitaba recuperar nuevamente mi alma y persuadir a aquella figura amorfa de mi «radical soledad»; esta frase de Chantal era una especie de dedal que le permitía a mis dedos seguir entrelazando las cobijas, de tal suerte, que por ellas solo penetrara el hilo dorado de lo que aquella voz anunciaba como el primer gesto de una ética de la compasión. Estaba del lado de una soleada soledad y de una luna en escorpión que, a modo de corifeo, le cantaban a aquella noche impasible. El frío se colaba por las hendijas de una puerta ventana que estaba enfrente de mi cama, es decir, al otro lado del balcón de mis sueños. Comencé a imaginarme cada uno de los siete ojos acuosos que le daban forma a la ventana trapezoide, divida en tres rectángulos. Sentía la lengua de los árboles deslizándose sobre el cristal y que, ante su imposibilidad de llegar hasta mi desnudez, enviaban sus incondicionales hojas, que bien fuera por su fragilidad o su adultez, se desprendían del tallo, gracias a la inclemente ventisca. Se quedaban pegadas de las gotas de agua que desfiguraban el cristal, dejando intacto el cerco donde yacía mi soledad. Ese frío que se deslizaba por los resquicios de la puerta ventana crispó mis pensamientos; desveló el ensueño que me tenía atrapada en una de las bóvedas celestes de mis cobijas y sus hilos fueron derrumbando el círculo que había construido con las almenas de mis ojos. Por un momento llegué a pensar que había encontrado la perla.
Tenía algunos indicios que me permitían sospechar que estaba a punto de encontrarla. Una luz tenue, pero lo suficientemente delgada, comenzó a pasar desapercibida por entre las agujas que protegían mi corazón. Sacudía las cobijas convirtiéndolas en círculos concéntricos; el tiempo se había invertido. Me sujeté con una mano de la armella y con la otra iba atrapando los círculos. Los pegaba de aquella tabla de salvación, buscando un movimiento en espiral que me liberara de la dentada noche. «Liberarme de la dentada noche, podía sonar a cierta osadía», me decía nuevamente aquella voz interior, mientras leía recostada a la baranda de mi cama. Y volvía Chantal M. a decirme: «¿Cómo ver a la araña tejiendo sin quedar atrapado en la tela?» ¿Estaría atrapada en mis miedos, a pesar de mi intento por descubrir una perla en medio de la noche?
No tomen en enserio mis palabras; es mejor que se aparten de ellas porque soy una tejedora de sueños, sin ellos la soledad se me haría insoportable. Saben quién dijo: «¿me gusta más esta cama?»: el dueño de la almohada que está al lado derecho de mi cama. No estaba conmigo, se encontraba en la habitación contigua y cuando estábamos a punto de volver a nuestro aposento, me dijo: «me gusta más esta cama». Entonces me desplacé hasta la habitación y hasta la cama que dio origen a esta historia. Finalmente me pude dormir, pero antes de abrigarme con las cobijas, aquella voz interior me dijo al oído: «recuerda que el mal uso de la perla no atenúa su brillo».
La verdad que la temática no la entendí mucho. De que trata?
ResponderEliminarYo he encontrado una Perla Brillante...es el corazón del zazen.
De todas maneras me gusta como escribes,....
Alga del Mar