El
día estaba espumoso, las nubes se tambaleaban entre montaña y montaña cubriendo
el pueblo en una luz suave. El televisor de la sala emitió ruido blanco hasta
que encontró el canal, que a las cuatro de la tarde transmitía un programa
juvenil. Jhon, con pantaloneta azul oscura y una camiseta blanca recién lavada,
se tiró en el sofá y se acomodó bien. Viendo, pero sin prestar atención, se
dejó llevar por el destino de su mente, sus pensamientos y deseos, que se
difuminaron y redujeron a ínfimas escenas de su infancia agarrado de la mano de
su padre. Sin embargo, al cabo de golpes, groserías y risas, el niño por fin
percibió un sonido proveniente del exterior.
Sonó
tres veces, uno tras otro, con pausas extensas y un sonido grueso y
reverberante. Las chanclas carraspearon contra el suelo, se movió la cortina y
unos ojos vieron a otros, medianamente más húmedos. El cerrojo se desencajó y
el metal de la puerta crujió, de ella entró otro niño. El niño, Guillermo,
arreglado con una camisa de cuadros metida entre el bluyín, llegó antes de lo
previsto y Jhon apenas si pudo sentir desconcierto por su llegada. Guillermo intentó
hablar, pero los sollozos y los líquidos nasales no lo dejaron. Sentía tanta
zozobra que se desplomó en el sofá. Solo pudo narrar las causas de su nostalgia
cuando su ritmo cardiaco se estabilizó y cuando su respiración se tranquilizó.
Todo
empezó al medio día, con las características de un invierno del trópico. La
familia de Guillermo es tan extensa que es común que aparezca, cada cierto
tiempo, un nuevo hermano o una prima, todavía sin apellido. Es por eso que en
el pueblo nadie se pregunta de quién es la parranda, justo como ese día. Le
estaban celebrando el cumpleaños a uno de los primos de Guillermo, con un
almuerzo muy especial. Extrañamente, pocos asistieron. Contó la historia con un
tono de angustia, como si estuviera volviendo a vivir algo horrible. Mientras
encendían las velas del pastel, que le habían encargado a la panadería del
pueblo, se escuchó crujir la montaña. Todos se miraron entre sí. El padre de
Guillermo, el único con valentía suficiente, salió de la carpa, miró hacia arriba
y achinó los ojos intentando enfocar en la lejanía. Cuando por fin pudo ver
algo, ya todos se habían dado cuenta. Pedazos de humano estaban cayendo del
cielo, como una premonición de que algo horrible se avecinaba. Un brazo le cayó
al pastel. Otros, todavía tenían retazos de camuflados con una bandera que
todos parecían haber visto pero que nadie reconoció. Después, cuando todo estuvo
más calmado, el padre de Guillermo, volteó para agarrar la mano de su hijo,
pero no encontró más que sangre, huesos y cartílago.
El
tiempo pareció languidecer en la penuria de la sala. El sonido del televisor ya
no se escuchaba, como si hubiera estado atento a semejante historia y hubiera
decidido callar. Jhon se levantó con cuidado, evitando molestar a Guillermo con
el movimiento del sofá al volver a su forma. Se dirigió al patio, movió baldes
y escobas hasta dejar al descubierto la bicicleta que su padre guardó antes de
irse, Jhon apenas pudo soportar el vacío que le causaba. La sacó, la hizo
rebotar contra el suelo para chequear el aire de las llantas y, de paso,
levantarle la fina capa de polvo que había acumulado estos últimos meses.
Agarrándola del costado izquierdo, con ambas manos en el manubrio, la pasó por
el corredor y se la mostró a Guillermo y él se paró tan rápido que esta vez el
sofá no tuvo otra opción que traquetear.
El
pueblo parecía un desierto. No había nadie recorriendo sus pintorescas calles.
Al salir y dar los primeros pedalazos ambos pensaron en los mejores días del
pueblo en el que era portada de periódicos y revistas de Europa, y nombrado
constantemente en las listas de los lugares más lindos para visitar. Ahora, y
sobre todo después de la crecida del rio, hasta el gobernador y el presidente
se olvidaron del pueblo. Ambos niños ensimismados en recuerdos ajenos, decidieron
ir a la heladería.
Postraron
sus bicicletas poniendo los pedales en el borde del andén, se bajaron por el
lado izquierdo como les habían enseñado los adultos de sus cuadras y miraron
hacia la heladería atiborrada de sillas y mesas, y cuadros a blanco y negro con
fotos de blancos en el viejo continente. Parados frente al portón metálico,
vieron como el heladero cerraba la llave del agua y le ponía llave a la puerta
que daba al congelador. Estuvieron tentados a preguntarle el porqué estaba
cerrando, si todos conocían el calor de las cuatro de la tarde. Sin llegar a
pronunciar una palabra, el heladero les gritó desde dentro, en un español casi
perfecto a no ser por los rezagos de un italiano olvidado, que hoy no podía
abrir, corría el rumor de que algo se avecinaba en el pueblo. Los dos niños
dejaron caer los hombros y se dieron la vuelta sin decir gracias ni adiós.
Guillermo, que no se iba a desanimar de nuevo, empujó a Jhon para que lo mirara
y lo convenció con argumentos sentimentales y falaces de que le comprara un
helado cuando el italiano volviera a abrir.
Su
recorrido siguió como tantas veces en años anteriores. Les gustaba subir las
calles y bajarlas agachados y sin pedalear para que el viento les masajeara los
poros de la cara. No había otra forma de superar los temores del pasado más que
con bellos recuerdos. Pero de tanto recordar, Guillermo no aguantó y frenó de
golpe en una esquina que daba al sendero a la orilla del río. Los domingos, en
especial después del mediodía, los habitantes del pueblo acudían en hordas a
rezar al pie de la estatua, la única que el gobierno había entregado, pues la
hicieron en el antiguo lugar de la iglesia. De manera que Jhon, recordando los
consejos y sermones de su abuela, se le ocurrió acudir a un dialogo con Dios,
que cura todas las penas. A rastras llevó a Guillermo hasta el lúgubre grano de
café plasmado en cemento. Los vecinos se asomaron por las ventanas y vieron, en
el vacío sendero, a un niño arrodillado con sus ropas nuevas y con las manos
unidas por las palmas debajo del mentón mientras otro niño, medianamente más
delgado, le daba palmadas reconfortantes y nerviosas, que le recordaban que
algo andaba mal. Es el peor día de mi vida, pensó Jhon. Con sus endebles brazos
levantó a Guillermo, le limpió la arena marcada en el bluyín y le enderezó la
cara para decirle que todo estaría bien, cruzando los dedos detrás de su
espalda. Al unísono y sin querer, bajaron la mirada mientras volvían a recorrer
las calles de un pueblo apagado.
Mientras
tanto en el comando de policía, se vivía un ajetreo insólito. Papeles volaban
por los salones y escritorios, alborotados por los movimientos bruscos de los
agentes. Y las vitrinas fueron abiertas después de muchos años, para luego
quedar vacías esperando de nuevo a sus acompañantes, que llegarían calientes,
embarradas y con las recamaras desocupadas. Sucedía lo mismo con los armarios
en el fondo de la sala común. Dos niños giraron a la derecha y por fin pudieron
mantener sus miradas despegadas del asfalto, debido a los alaridos de una calle
previamente desierta. Afilaron sus pupilas y desde la esquina contraria
observaron como el comando quedaba en silencio, vieron a los pocos policías del
pueblo subiéndose en una camioneta 4x4 blanca llena de barro seco. Llevaban
expresiones de olvido, evitando imaginar en todo lo que podían dejar atrás. Los
niños, por el contrario, no supieron cómo reaccionar más que con los giros de
las ruedas.
Los
papeles dejaron de caer. Los niños con más preguntas que respuestas, siguieron
por instinto un camino que los llevó a la cuadra de doña María Helena. Cuando
cayeron en la cuenta, se pararon en los pedales pero Jhon no pudo acelerar, las
chanclas se le resbalaron y tuvo que seguir a pie. Doña María Helena salió a la
puerta dejando atrás el oficio de la sala, buscando las palabras más precisas y
menos hirientes. Eso no duro mucho, sus ojos se movieron más rápido que sus
labios y vieron, sin lograr descifrar qué era, como la tarde se oscurecía de
repente una hora antes. Los niños, con los corazones abriéndose paso entre los
órganos, irrumpieron en la casa dejando las bicicletas en la mitad de la calle.
Doña María Helena se tambaleó por la estampida y a no ser por la escoba habría
perdido por completo el equilibrio. Los muebles, las ollas y sus cabezas
retumbaban por el ruido del cielo. Guillermo a tientas, y sin encontrar su
lugar, volvió a la calle y miró el cielo ennegrecido. Nunca había visto uno de
esos en su vida, pero estaba seguro de que no traían nada bueno. No pensó en
las palabras, solo las vociferó, aunque sabía que era imposible que lo
escucharan. Ellos, disparando contra las nubes que se perdían en la montaña,
seguían elevándose cada vez haciendo más ruido. Guillermo fue embestido,
callado por una mano que le tapaba la boca y levantado por las piernas para ser
llevado de nuevo a la casa de doña María Helena. Su padre, mirando a los demás,
advirtió que el pueblo ya no sería el mismo. Doña María Helena reaccionó
mirando a Jhon con los ojos bien abiertos y llenos de rabia y sevicia, dudo en
gritarle a la cara que todo era culpa de su padre y la gente como él.
Se
filtró de nuevo la luz suave. Estas serían las nuevas tardes en el pueblo:
golpes de botas contra el asfalto y calles pintadas en tonalidades de verde. Viendo
por la puerta desde la sala, sentados en taburetes o en el suelo, todos sabían
qué ahora el río sería un cómplice más. Llevaría, esta vez, cuerpos completos
pero desfigurados, hinchados por los gases de la descomposición y con vestigios
de la guerra en las nubes.
*Alejandro Aristizábal, nació y creció en Armenia, Quindío el 6 de agosto de 2002. Actualmente estudia Comunicación Social en la Universidad Javeriana, y espera comenzar la carrera de Ciencias Políticas en la misma universidad. Actualmente tiene una cuenta en Instagram (@aristi.raw) donde sube fotografías y lecturas en voz alta, además de un blog donde publica algunos textos suyos y un canal de YouTube donde sube cortos.
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