A esta hora ni en ninguna no hay nadie. Antes tampoco lo hubo; nunca ha estado nadie. Sólo él estuvo, alguna vez, durante veinticinco años. Era la única persona que estaba, la única. En mis aciertos más oportunos, y en mis errores más deleznables, él siempre estaba ahí conmigo. Pero se fue y no me quedó más remedio que aceptarlo, superarlo… tal vez…, pero el destino antes de la superación exige la aceptación equivalente a la noción de saber que pasó y punto, y al día siguiente, se tendrá que despertar con ello, y vivir, y respirar, y hablar, y peinarse frente al espejo, y disimular como si no ha pasado absolutamente nada. Como si no hubiera más remedio que seguir adelante por la inercia propia que conlleva la vida y la juventud misma, la inercia de seguir adelante, y nunca detenerse aunque el corazón llame a gritos para que te detengas de una vez por todas. Para nuestra mala suerte, todos, o casi todos esperamos a que alguien lo confirme, a que alguien nos diga esa palabra que añoramos escuchar: “DETENTE”. Pero nunca nadie te lo dirá.
Fue el número veinticuatro. Si el destino no podía ser más cruel, contrario a la expectativas y las estadísticas, logró serlo. Fue el número veinticuatro en morir a causa del virus. El fallecimiento número veinticuatro en el país, la cifra que recordaba a la edad que superaba y al padre que dejaba, pues en una semana, cumpliría veinticinco años. Veinticuatro; el número exacto de mi vida, el que marcaba un antes y un después, y que hasta ese día yo no sabía que lo sería.
En aquellos días, cuanto todavía tenía veinticuatro, era la persona más feliz del mundo. Me había reconciliado con el hombre del que estaba segura era el amor de mi vida. Nos mudamos lejos de nuestras familias a otra ciudad donde pudiéramos ser libres y vivir juntos en completa armonía, sin las presiones sociales que nos habían perseguido durante tanto tiempo por nuestros errores de inmadurez y primera juventud. Recuerdo que desde el primer que día que llegamos a nuestro nuevo departamento, nuestro hogar, nuestro espacio, fuimos terriblemente felices. Sí, terriblemente es el adverbio indicado, porque sentíamos un temblor de felicidad recorriendo nuestros cuerpos y nuestras sonrisas a cada instante que transcurría entre los dos; cocinábamos el uno para el otro, íbamos al súper juntos, hacíamos el amor toda la tarde y luego toda la noche, y por la mañana, nos subíamos al mismo auto para ir al trabajo. La rutina idílica que toda pareja joven desea vivir nosotros la teníamos, y como todo parecía ir tan perfecto, planeamos tener un hijo: nunca nos importó el convencionalismo del matrimonio, pero la sola idea de formar vida a partir del amor entre dos personas nos parecía algo hermoso y digno de nuestra relación fundamente en el amor, y sólo en el amor . Los dos deseábamos con todas nuestras fuerzas a pequeño ser en nuestras vidas, y nos entregamos en cuerpo y alma para que sucediera.
Sin embargo el tiempo de felicidad se había prolongado un año entero que para mí transcurrió en un parpadeo, y las dificultades, como es debido, comenzaron a surgir: mi madre desarrolló una enfermedad del sistema nervioso y yo me tuve que ausentar del hogar que había formado con el hombre que amaba. Al ser hija única, y mis padres al no tener hermanos vivos, me convertía automáticamente en la única persona de apoyo para ello, y yo como hija única, debía cumplir con las necesidades familiares del momento. El que yo regresara constantemente a la casa de mis padres terminó por entristecer un poco a Javier, el hombre quien creo, no…más bien, quién creía era el amor de mi vida. Y era de esperarse; después de un año acostumbrados a la soledad del otro, era normal que mi alejamiento le causara tristeza y desazón. Todo esta situación me llevó a decirles a mis padres que yo era una persona adulta, y a recordarles que yo vivía con Javier desde hace un año y que mi vida estaba con él y con nadie más, y que eso me hacía muy feliz. Ellos comprendieron, y cuando los doctores lograron controlar con éxito la enfermedad de mi mamá, yo volví con Javier a nuestro pequeño hogar: Pero no por mucho tiempo…
A principios del invierno de ese año surgió en el mundo una enfermedad que en principio no parecía ser letal y que era provocada por un virus nuevo, aunque después entendí que era una variante de un virus existente que sólo afectaba a ciertos animales. No comprendo hasta la fecha muy bien cómo es que surgió, pero los gobiernos de todo el mundo comenzaron a tomar medias al respecto, y la principal medida fue la cuarentena y el trabajo en casa. Debo de confesar que a mí y a Javier nos pareció en un inicio bastante linda la idea; todo el día juntos, comiendo, acostados en la cama mientras realizábamos pendientes en la computadora; la situación parecía perfecta para los dos. Sólo salíamos a lo necesario y volvíamos a nuestro hogar a disfrutar de la compañía del otro, no obstante ese ritmo de vida duró muy poco, un par de semanas, si acaso, un mes.
Una mañana en que me disponía a ir por mandado recibí el mensaje que significaría el inicio del cambio más radical en mi vida: “tu papá dio positivo a la enfermedad por el virus”. Yo sinceramente, pensé que era una broma, una broma de mal gusto de mi mamá que le encantaba burlarse de las tragedias y del discurso mediático de los medios de comunicación. Pero al escuchar la frase: “ven inmediatamente a la casa”, comprendí que no se trataba de una broma, sino de una realidad , de una probabilidad que yo creía se encontraba muy lejana de las estadísticas y de la región en que vivía, y de mi familia, y de la buena suerte que había gobernado mi vida hasta entonces. No podía creerlo; ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué? Son preguntas que hasta la fecha no sólo yo me formulo, sino todas las personas que hemos sufrido directamente o indirectamente esta maldita enfermedad.
Volví al cuarto y le expliqué a Javier lo sucedido, él tampoco lo creía, y no me quedó de otra más que ir a la casa de mis padres. Fue un mes que nunca olvidaré, un mes en el que no se sabía casi nada del virus y de la enfermedad, y los hospitales no estaban preparados para recibir a contagiados. Los cuidados que le dábamos eran muy básicos y limitados, y fue así que papá un día cerró su mirada para siempre. A partir de esa hora yo sentí la necesidad de vivir mi dolor, de vivir mi duelo, pero la vida, mi vida y la de Javier, y las deudas y deberes continuaban, a tal punto que al consumirse mi sueldo en apoyos de la casa, en medicamentos y demás recursos que conlleva un enfermo, fue insostenible para Javier la renta del departamento, y así como yo, afectado por las circunstancias de la pandemia, se vio obligado a regresar a la casa de sus padres. Me dolía la pérdida del departamento y de la vida que llevábamos juntos, pero no tanto como el fallecimiento de mi papá. Evidentemente, a Javier lo que más le dolía era el abandonar nuestra vida juntos, y cuando hablábamos por teléfono me pedía empatía para su dolor, y sobre todo más comprensión: “¿No te das cuenta de que me duele mucho ya no verte a diario, a todas horas, y todas las noches ?”. Me preguntaba siempre con tono de reclamo, y yo por mi parte, también le pedía comprensión para el dolor que sentía por mi papá. La falta de empatía, el estremecimiento por la súbita transfiguración de nuestras vidas, y la lejanía, terminó por finalizar nuestra relación.
Ambos intentamos solucionar las cosas. Debo reconocer que él hizo hasta lo imposible para remediar la situación y restablecer la relación, sin embargo no fue posible; yo no estaba preparada para amar a alguien, ya no lo estaba. Necesitaba amor, compañía, afecto, y aunque Javier sentía por mí amor y me daba todo eso y más, yo no podía ser recíproca. Y como no podía serlo, y me sentía muy sola, acepté la propuesta de un viejo amigo que se había aprovechado de todo esta situación para declararme sus sentimientos que yo ya conocía, y proponerme ser su novia. En medio de toda la perturbación yo acepté; tal vez porque él en el fondo sabía que nunca lo iba a amar; tal vez porque me sentía demasiado sola y necesitaba recibir cariño más no darlo, o tal vez por ambas razones. Y así fue, yo fingía interés por él, y él estaba consciente de ello, y por eso mismo, una tarde directamente me propuso tener sexo y yo acepté; ¿que si acaso lo disfruté o sentí algo? No. Sólo recuerdo que sentí la liberación física producto de un largo tiempo sin intimar, pero nada más. Al acabar pensé incluso en la idea de que mi papá me estuviera viendo desnuda en la cama, relajada, y sólo fluyendo en mí misma. No lo negaré: me dio pena y vergüenza.
Varias veces me ocurrió lo mismo y no tardé en encontrar una solución, como también el mundo no tardó en encontrar soluciones para el regreso “seguro” a las actividades esenciales, y yo, eventualmente, volví al trabajo. La relación que sostenía con mi amigo continuó a la distancia, limitándose todo a cada quince días que era cuando yo iba a visitar a mi mamá para que no se sintiera sola. En resumen sólo teníamos relaciones sexuales, y nos despedíamos. No me parecía atractivo en lo absoluto, no obstante, cumplía bien su función. Pasados los meses fue insostenible esa relación tan absurda, y como él ya había obtenido lo que quería de mí, y quizás también yo de él, decidimos sin más un día dejarnos de hablar.
Mientras tanto, todos mis amigos, compañeros de trabajo, ex profesores y conocidos me aplaudían y celebraban que yo continuara mi vida. Se sorprendían de la “fortaleza y resiliencia” que exhibía frente a las circunstancias adversas. “¡Sigue así bonita!”, “Me alegra que seas muy feliz, lo mereces”. “¡Qué guapo está, son perfectos los dos!”, eran la clase de comentarios que recibía diario en redes sociales y en las reuniones de trabajo que tenía de vez en cuando. Y yo… yo estúpidamente me lo creía todo. Así, guiada por todos los comentarios “sinceros” de mis seres queridos, pasé a buscar consuelo en otra relación pasajera, esta vez, con un compañero del trabajo que ejercía la profesión de contador, la misma profesión que mi papá había ejercido en vida. Y si se preguntan sobre si fue adrede, deberé confesar que no. Incluso, yo ignoraba su función en la empresa hasta la primera noche que estuve con él. No me importaba ni me interesaba en lo absoluto su vida, a lo que se dedicaba, y lo que planeaba hacer en un futuro. Me habló, trató de conquistarme, y yo acepté: no opuse resistencia alguna. Por momentos me recordaba a mi padre, y eso me hacía sentir bien, pero era una persona tan vacua y convencional, que era inevitable sentir repulsión a la vez que una calma inmensa, sencillamente porque no discutía, y a todo lo que yo proponía, decía o hacía decía que sí. Y eso, quieran o no, al mismo tiempo, también me reconfortaba.
En cuanto a mi mamá, amigos, compañeros, y contactos de las redes sociales, todos continuaban felicitándome e incentivándome a que siguiera así; feliz, exitosa, guapa, etc. Mi mamá aprobaba a todos los sujetos con los que subía fotos juntos, mis amigos, igual, y los del sujeto en turno también me aprobaban con notable alegría y hasta orgullo. Curiosamente, cuando estaba comprometida con Javier nadie, ninguno de ellos, me aplaudía tanto ni me felicitaba tanto. Incluso alguna ocasión tanto mi papá como mi mamá me manifestaron su desagrado por Javier. Mis amigos, ni se diga; en cada fiesta o reunión lo rechazaban. Sólo mi papá después de un tiempo logró aceptarlo, justo unos meses antes de morir. Y repito: yo me lo creía, yo me creía todo lo que decían, y sus palabras las absorbía como una esponja. Se sentía bastante bien el ser aceptada y halagada por todos, hasta que me di cuenta de que en los momentos en que me sentía sola, terriblemente sola, nadie estaba para escucharme o darme un halago, ni siquiera mi madre. Si subía algo a mis redes sobre tristeza o soledad, todos, absolutamente todos me ignoraban. En ese momento, dejaba de ser la más guapa, exitosa, afortunada y codiciada por todos. Fue entonces que lo entendí y lo comprendí , aunque muy tarde: que estaba sola, más sola que nunca, y todos ellos estaban igual o más solos que yo, y más vacíos que todos los tipos con los que había intimado.
¿Y fue fácil percatarse y ser honesta conmigo misma? La respuesta es no. Una noche sólo quería llorar y nada más; no tenía ganas de que me abrazaran ni de que me besaran ni que me dijeran lo bella que era mi piel. Sólo quería llorar y ser escuchada y nadie estaba ahí. El sujeto en turno se había ofendido por mi llanto y marchado de mi habitación. Salí entonces a la noche fría, a caminar por las aceras desoladas, por las calles sin negocios abiertos, a llorar, dispuesta a encontrar una banca en la cual sentarme y llorar por mi soledad, por la soledad de mi padre, y por la soledad del mundo. Lloré amargamente y me sentí tan sucia, tan usada, tan burlada, tan humillada por todos. Me acordé de Javier, y le marqué en un arrebato de cordura, pero no contestaba: el número ya no existía. Tampoco tenia sentido; quizás ya no lo amaba… ni a él ni a mí misma. Sentí en ese momento que era demasiado tarde, que este momento a solas, que este freno, que este llanto, que esta conciencia demoledora debía de haberse presentado en mi vida pocos días de haber fallecido mi padre. Pero yo no lo entendía, o más bien no lo quería entender. Necesitaba detenerme un poco, frenar mi vida y mis pensamientos y emociones, voltear a mi alrededor y observar el panorama que me rodeaba, y luego reflexionar y decidir hacia dónde quería ir. No obstante, no fue así, en su lugar me dispuse a vivir una vida que no tenía que vivir con tal de sentirme fuerte y halagada por los demás, con tal de engañarme a mí misma con una fortaleza que no poseía ni poseería nunca viviendo de esa forma. Ahora es demasiado tarde, o así lo siento, que ya no hay vuelta atrás; perdí al amor de mi vida, perdí el cariño sincero que a su lado tenía, a mi papá, y toda mi vida, y ya no hay vuelta atrás. El daño está hecho, y el remedio… el remedio tardará y dolerá más. “¡DETENTE!”, “reflexiona sobre tu vida”, “aprovecha tu soledad para conocerte a ti misma y valorar más lo que tienes”, “frena un poco”, si esperas todo llegará después a su debido a tiempo”, son palabras, son consejos que nadie nunca te dará.
*Luis Vargas. Puebla, México. Se debate entre la literatura y la ciencia. Apasionado de ambas disciplinas, ha traducido a Lord Byron y Robert Browning en revistas nacionales. Actualmente se dedico a la investigación y es candidato a Máster en Biomedicina y Biotecnología por el CICESE.
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