El primero de los golpes lo dieron un 15 de enero, un par de días antes se había apersonado un ingeniero o algo así, que nos anotició sobre las etapas del trabajo. Era un hombre alto, de bigote, cabello blanco. Hablaba pausado y su voz tenía un tono dudoso. Nos entregó una serie de papeles que debíamos firmar. Eran autorizaciones para demoler el primer piso de nuestro edificio, nosotros vivíamos en planta baja. Sin más consultas firmé, el hombre nos garantizó que cualquier inconveniente que generara la demolición sería pagado por la empresa.
Aquel hombre no regresó o, al menos, no volvimos a verlo. No advertimos que esos días previos al inicio de los martillazos tendríamos que haberlos disfrutado. No lo hicimos. El día del inicio observamos el desfile de una veintena de obreros vestidos con pantalones y camisas caqui, y cascos amarillos; portaban mazas, picos, palas. Ahí se terminó el silencio.
En el comienzo los golpes parecían llevar odio, furia; pensamos que en verdad era la euforia del inicio, esa voluntad de tomar todo con vehemencia para terminar lo antes posible. Pero, siendo sinceros, la violencia de aquellas embestidas nunca perdían intensidad.
Los golpes eran constantes, arrítmicos, no había instantes de silencio; al segundo día de la demolición, la araña del living comenzó a oscilar (aún no había aparecido la grieta) y de inmediato empezó a caer un polvillo, parecía que nevaba. Pronto los muebles quedaron cubiertos por una fina capa blanca. Dudé algunos minutos y finalmente decidí subir para informar la situación a los obreros. Al ser un PH compartíamos pasillo de acceso, fui hasta la escalera, apenas trepé dos escalones salió a mi encuentro un hombre que se identificó como el capataz. Estaba sudado, con tierra adherida a la piel y a la ropa. Se quitó el casco amarillo, pude ver una línea que dividía la frente en dos, un sector limpio y otro sucio. Le conté lo que sucedía. El hombre tomó aire, a su espalda tronaban las mazas y los picos. Me respondió. Fue escueto, quedamos algunos segundos entre los estruendos, luego él saludó, dio media vuelta y regresó a la tarea.
Volví a casa, reuní a mi mujer y al abuelo. El polvillo seguía cayendo, los golpes retumbaban entre las paredes, tuve que alzar la voz para que me escucharan.
—¿Eso dijo? –preguntó incrédula mi mujer.
—Sí, y también que con el paso de los días iría empeorando.
—¿Peor que esto? –dijo ella, y pasó un dedo por el vajillero lleno de polvo, solo atiné a encogerme de hombros.
El abuelo tomó asiento en el sillón, prendió el televisor y aumentó el volumen al máximo. El capataz no había estado errado cuando comentó que todo sería peor. La demolición continuó por las noches. Colocaron unos focos especiales, y cuando llegaban las sombras los golpes no cesaban. Dormir era imposible, tanto como vivir. Comer se volvió un momento desesperante, debíamos sentarnos a la mesa bajo una sábana, y de esa manera comer alimentos sin polvillo. No podíamos demorarnos porque el polvillo se hacía pesado y la sábana se tornaba insostenible. Hablábamos a los gritos. Preferíamos evitar diálogos intensos. Nos inundamos tres veces, cuando afuera había una tormenta, dentro del departamento había dos. Ensayé algunas protestas, pero me dijeron que yo había firmado la autorización. Mostraron cierta solidaridad, por las noches los golpes eran más leves, pero seguían presentes. Ya no soñábamos otra cosa que no fueran ruidos.
Con la violencia de los golpes debíamos acomodar los muebles a cada rato, las vibraciones en el piso los hacían moverse. Parte de eso fue lo que complicó al abuelo, su trastorno obsesivo compulsivo le jugó en contra. En la pared de su cuarto estaba colgada una foto de quien fuera su esposa, con la sumatoria de cimbronazos el cuadro se desacomodaba. El abuelo, con paso lento y titubeante, se acercaba y lo enderezaba. Avanzada la demolición los golpes eran tan brutales que el marco de una de las puertas se salió, intenté reubicarlo. Mientras trabajaba vi pasar al abuelo unas siete veces para poner derecho el cuadro. La última vez no lo vi regresar. Logré volver el marco a su posición. Me tomé unos minutos y fui hasta el cuarto del abuelo. Lo encontré en el piso, tieso, los ojos cerrados, apretados como si resistiera un dolor, las manos juntas sobre el pecho. Los de la ambulancia dijeron que había sido un infarto, también preguntaron cómo lográbamos vivir con aquellos golpes. Les di una respuesta, desconozco si oyeron o les daba lo mismo cualquier explicación.
El velorio lo hicimos en casa, vinieron algunos vecinos, un par de primos y tías lejanas. Los hombres de la demolición, a modo de homenaje, dejaron de golpear por quince minutos, bajaron en grupos para dar el pésame. En mitad del velatorio volvieron los golpes. El cadáver del abuelo se fue cubriendo de polvo, mi mujer intentó higienizarlo, pero fue peor, le quedó la piel tiznada, parecía un militar camuflado. Llegaron un par de coronas que ubicamos contra una pared. La empresa demoledora envío una cruz de flores. Creímos que sería buena idea colgarla a la cabecera del cajón. Busqué un martillo, un clavo, cuando lo apoyé contra la pared, al primer martillazo se abrió una grieta. Uno de los trabajadores que estaba presente dijo que no era algo grave y que uno de ellos se encargaría de solucionarlo una vez terminadas las exequias. A la noche todos se fueron, quedamos mi mujer y yo, cerramos la pieza del abuelo, por la mañana vendrían los de la funeraria.
—¿Cuánto meses llevamos así?
Comprendí que entre tanto caos habíamos perdido la noción del tiempo.
—Cuando regresemos del entierro subiré para hablar con el capataz.
A esa hora era necesario hablar en voz alta, no a los gritos, pero los golpes se mantenían. Los de la funeraria llegaron temprano. Trajeron un auto fúnebre y otro de acompañamiento. En el camino de ida y vuelta al cementerio recordé lo que era el silencio. En casa nos aguardaba el ruido. Durante nuestra ausencia los muebles se habían movido, tuve que hacer fuerza para empujar la puerta, un aparador la trancaba.
Fui a la pieza del abuelo, los de la funeraria habían quitado las coronas y la cruz de flores, en su lugar habían puesto la foto de la abuela, tapaba parte de la grieta, lo único simétrico en el cuarto.
Al terminar de acomodar los muebles, mientras tronaban los mazazos, salí al pasillo para subir la escalera. Esta vez nadie me interceptó. Llegué hasta el piso superior, no había nada, ni gente, ni herramientas, ni muros. Solo cielo y silencio. Bajé corriendo. Fue abrir la puerta y escuchar los martillazos, ver caer el polvillo, observar cómo temblaban los pisos y las paredes.
—¿Qué te dijeron? —gritó mi mujer.
Contuve la respiración, luego lancé un suspiro y respondí:
—Que les falta poco, muy poco.
*Marcelo Rubio, argentino, nació en 1966. Tuvo la suerte de publicar algunos libros de cuentos en Textos Intrusos, ellos son, Bajo el signo de Eva, La Strada, Fútbol sin tiempo, Nueve relatos atravesados en la garganta. Más allá de antalogías en las que participó y publicaciones en sitios web, su último trabajo es Lo que trae la niebla, novela publicada por la editorial Indómita Luz.
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