El siguiente texto es resultado de un conversatorio sobre el cuento ¡Diles que no me maten! De Rulfo, autor importantísimo para la literatura mexicana del siglo XX. Se pretende así provocar una relectura por medio de una reseña, que, de manera premeditada, ubique algunas reflexiones a lo largo del cuento.
Los silencios son la base de todo ritmo, marcan las pautas, compases y la métrica de éste suplicio. En este cuento nos encontramos en una intersección de tempos. El tiempo lógico lacaniano aquí podría ser expuesto, ya que sin una cronología la vida de Juvencio es trasformada desde la mortaja al recuerdo de un pleito. El avasallador presente aparece con premura, ante el juicio de muerte tras un horcón, aquel Don espera en desolación perdiendo compostura. Desde la madrugada a la mañana siguiente no come, no duerme, está impaciente, esperando la ocasión de no ver a la muerte. Sin saber de qué se trata, en el suspenso nos sostiene, nos declara la impronta de una ejecución y de la dilución de la esperanza ante el fusilamiento a ultranza por un batallón.
Es entonces que Juvencio a su prole le pide compasión, encarga dar la cara aún a expensas de la decisión, de lo arriesgado que es proteger a su padre, Justino al principio dice que no. Después se levantó de la pila de piedras para cambiar de opinión, su padre lo apresura con urgencia aludiendo cierta impaciencia, que por la desesperación ya empieza hacer mella. ¡Eh no te preocupes que a tu mujer y a tus hijos los cuidará la providencia¡
Juvencio tenía la soga en el cuello, por fusilamiento, pero sus ganas de vivir resucitaron en su aliento, al pender del hilo de la expiación este señor quería vivir por más dispuesta que estuviese ya su defunción.
Es así que por retroacción aparecen los fantasmas del pasado en una yuxtaposición de historias en conjugación, que sin cronología perturban la lectura de esta procesión. La historia empezó por la territorialización. Con Don Lupe su compadre tuvo una rencilla por la pastación, una puerta de piedra que abría a las paraneras es decir las plantas forrajeras, Juvencio lo tuvo que matar por que le negaron éstas.
El asunto se hizo rancio después de 35 años, en los que con 100 varos y unas cabezas de ganado, pensó Juvencio que la había librado, se fue a vivir a Palo de Venado donde no lo molestaron, Alima había quedado atrás, pero los recuerdos de esa madrugada volvieron a retoñar.
Al ser llevado ante la autoridad, un Coronel le hizo interrogar, parado en el boquete de la puerta solo la voz podía escuchar; le preguntó si conoció a Don Lupe aquel que mataron a machetazos, le clavaron en la barriga una pica de buey y dos días después lo encontraron agonizando.
El coronel resultó ser el hijo de Don Lupe, quien después de tantos años buscaba venganza del crimen impune y aunque quería que padeciera antes de ser fusilado, Juvencio confeso el suplicio en que vivió, al tratar de escapar de aquella acción que lo convirtió en un apestado. El vengador reculo su orden y lo emborrachó para después clavarle el plomo en la cara, agujerada de tanto tiro de gracia. Juvencio se apaciguo y Justino su hijo lo envolvió para que en un jumento se dirigiese a Palo de Venado para la velación.
Esta historia antes descrita deslumbra en los cambios de tiempo y de velocidad. Es la estructura de la narración una forma de espacialidad. El narrador es un testigo y el protagonista de interior a exterior, se van formando algunas coyunturas semánticas que no permiten discernir el verdadero orador. Es la extimidad de la palabra la que nos sugiere un ir y venir entre la anécdota y el testimonio.
No podemos pasar de largo que el narrador es Juvencio, pero hay uno que está dentro de la historia al que anteceden las memorias, hay otro Juvencio que mira desde afuera y que por momentos se habla en tercera persona. Pero de la anécdota al testimonio hay diversas premisas en el embrollo.
Y es que hay una parte de él dentro de la tierra y otra fuera de ésta. Es la política del avestruz, pues deja todo, sus tierras, su casa, hasta deja que su mujer se vaya sin ir a buscarla, porque tiene la cara enterrada en la tierra, pues no quiere enfrentar que por un novillo a Don Lupe lo dejo extinto. Es como si quisiera parar el tiempo, esconderse de lo que ha hecho, pero el tiempo corre y los demás van creciendo, la vida camina aunque él paralizado este por el miedo.
Cuando Juvencio es enjuiciado y el dictamen es implacable, surge la paradoja de ser juez, víctima y verdugo de su propia historia, es al sacar la cara de la tierra, cuando el avestruz ha dado cuenta que era otra forma de castigo, era otra forma de no vivir estando a la espera del asecho, escondido del peligro pero ansioso de caminar tranquilo. Se detiene el tiempo en el momento en que enterramos la cabeza pero el cuerpo sigue el segundero.
Y es que tal vez, para Juvencio se había detenido la vida al irse prófugo, la desazón de lo acontecido le provocó restringirse ante la vida, aunque es en el tiempo de la muerte cuando resucita. “Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado”.
Pero ésta también es la historia de dos hijos, uno que por venganza hace uso de su poder, para arremeter y someter sólo con la voz al asesino de su padre. No quiso verle la cara a un viejo al que le habían quitado todo, ya que sino ¿qué hubiera importado quitarle la vida? Y el otro tiene miedo a que se enteren quién es su padre, aunque por compasión, por caridad y por ser lo único que le quedaba, hace de semblante de hijo pues está ya resignado. Esta doble relación tiene un significado contrastivo: mientras Justino tiene padre y no parece importarle su pérdida (Es mejor dejar las cosas de este tamaño), el coronel ha pasado su vida buscando al suyo:
Es la aporía entre la justicia y la lastima la que suscita Juvencio, el suplicio de palabras tan desgarradoras “¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso, por caridad”
Este cuento se congrega en el argot literario como cuento regionalista de la posguerra, en donde surge una multiplicidad de referencias sobre las comunidades y la ruralidad, la precariedad y los vínculos que ahí se forman, constituyen una imagen sobre la vida en los recovecos del país, fuera de los conglomerados sociales en donde la sequía significa la muerte y la desesperación, mostrando así una problemática que puede ser inalcanzable de pensar por los habitantes de la urbe. El agua que en nuestra cotidianidad la obtenemos con el menor esfuerzo de abrir un grifo, en la locación del cuento es utilizada no sólo para las necesidades del hombre sino de los animales, pero ellos tras ser privatizados forman parte del sustento de sus hogares.
La familia, la propiedad privada y el amor, cantara Silvio Rodríguez haciendo mella en el deber ser, pues así como Don Lupe privatiza el agua, pues tiene el derecho de atrancar la cerca, emerge el revoltoso de Juvencio que tras el coraje por la cooptación de la vitalidad, de la vida misma, irrumpe sin cansancio hasta matar al privatizador.
La justicia por propia mano entonces nos sumerge en una pregunta ética ¿Es justo mata por lo privado? ¿Es justo matar por el agua? Justino entonces hace responsable a su padre ante las autoridades que sólo buscan venganza.
* Diego Bernal Licenciado en psicología, maestro en psicología social de grupos e instituciones y doctorante en ciencias sociales por la UAM Xochimilco. Practicante del psicoanálisis y acompañante terapéutico. Sus principales líneas de investigación son modernidad, violencia y locura.