(Reseña de "Las Rutas de la Sangre" de Camilo Restrepo Monsalve)+
Por: Daniel Acevedo
De Camilo Restrepo se
pueden decir muchas cosas, de su obra múltiple, de sus juegos con el lenguaje.
Pero hay un solo adjetivo que no puede aplicársele: ingenuo. Su obra está llena
de imágenes que denotan un desgarramiento, una experiencia de vida, un acercamiento
muy profundo con los aspectos más inestables y caóticos de la miseria humana.
La temática de la sangre, ciertamente, no es fácil de abordar, por el
simbolismo que se aplica al líquido rojo vinculado a las batallas de los viejos
héroes y a la violencia que, como un péndulo, se balancea sobre nuestra
sociedad. Es fácil caer en las imágenes desgastadas de poetas que ya han
escrito sobre el tema, pero las imágenes de “Las Rutas de la Sangre” son
liberadoras, impactantes, refrescantes, plantean otra visión. Como, por
ejemplo, pensar las venas del líquido rojo como “hilos de hierba crecidos del
silencio”.
La obra lleva la sangre a
espacios donde normalmente no la visualizamos como ese bosque idílico de
“trasmutación del bosque” que es la morada de los muertos y la renovación de la
vida. El lector siente fluir la sangre a través de los árboles y los pájaros,
siente la decadencia y la podredumbre, que da luz, en un parto, a la vida que
se transmuta. Todo esto sin que el poema haga explicita la sangre. No lo
necesita. Ella está allí palpitando. La muerte y la vida se encuentran en la
danza cíclica del tiempo. Y la sangre es el instrumento musical que se oculta
tras el telón (o quizás es el telón mismo, desgastado y sucio). La música del
bosque llega a nosotros a través del lenguaje en un acto único de amor por la
vida que demuestra la madurez del proyecto del autor.
Las Rutas de la Sangre cumple con lo que promete: una serie de trayectos por la historia, los paisajes y
nuestro propio cuerpo a través del líquido rojo que bombea por nuestras
arterias y venas. Es un viaje difícil, pero necesario, una confrontación. Kafka
solía decir que la buena literatura implica que un texto nos provoque pequeños
temblores, que nos sacuda, que nos quiebre. Enfrentarse a las Rutas de la Sangre,
es enfrentarse a nuestra historia, a un dolor que intentamos ocultar con una
cotidianidad insulsa llena de paliativos y placebos que nos ofrece el mercado y
la serpiente del capital. Eso es la “Escombrera”, un grito desde lo más profundo
de la urbe, para recordar las víctimas de un pasado que aún vive, sin caer en
lo panfletario, sino que las imágenes hablan por sí mismas y cuentan lo que
pasó. No se necesitan contextos, las flores acusan al cielo por la masacre,
como aquel judío de Auschwitz que
escribió en las paredes que si existía un dios, era él quien debía rogar por su
perdón.
El estilo de la obra es
depurado y limpio. Hay un esfuerzo en construir un ritmo y una musicalidad que
sean como una bofetada, un golpetazo que nos despierte de un sueño ilusorio.
Las imágenes invaden fácilmente nuestros sentidos y nos llevan a aquellos
territorios que la obra quiere mostrarnos, que van desde la sangre en nuestra
cotidianidad, en el deseo, en la ciudad, en la naturaleza hasta su presencia en
grandes personajes como Ulises, Vlad Tepes y Atila. Al final la conclusión luego de leer las
Rutas de la Sangre, es que el líquido carmesí ha sido motor y, a su vez,
vestigio de nuestra historia, estará presente desde los primeros homo sapiens
hasta el apocalipsis provocado, probablemente, por la estupidez humana. Bien lo
dice Restrepo: “Cada gota es también un dedo de sangre que pulsa las teclas de
la máquina en que se escribe la historia”
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