miércoles, 25 de mayo de 2016
Dos Monedas Calientes (Por: Diana Carolina Gutiérrez)
Esa tarde hacía un sol para morirse. Como siempre tomé el bus 190 para dirigirme al instituto. Llevaba un short azulado y una blusa vaquera, sudaba mi rostro desesperadamente. Saliendo de casa caminé con el letargo propio de los días calurosos donde un vaho que brota del asfalto se roba el aliento y entorpece cada paso; vigilantes del barrio me silbaban quedito como evitando ser oídos por las ancianas que divisaban en la ventana, jóvenes entre el humo de un porro soltaban frases obscenas respecto a mi sabor. ¿A qué rayos sabe una mujer? obreros de la construcción cerca de la avenida con sus ojos desorbitados por la luz y el trabajo duro hicieron de mí una diosa envilecida; en la esquina, doblando, un conductor miraba ostentoso, seductor y serio pretendiendo que una máquina lo hace ser más. Tomé el bus y hombres como jaurías enseñaban sus colmillos con sarro amarillento, miraban mis piernas y yo ahogada me senté apresuradamente en la silla de atrás. El camino sigue y por la ventana, escenas en este día caliente como el mismísimo infierno, no distan mucho de lo que vivo yo: féminas cualesquiera ante las miradas de lo público, ante los perros que se relamen olfateando rabos, olfateando la mierda perfumada de las señoritas; mujeres que se pavonean en las aceras, mujeres que desean ser vistas, mujeres que huyen, mujeres de iglesia, mujeres-objeto bañando los días de erotismo. También hay homos, homo- sapiens, homo-erectus, homo-sapiens-no-sapiens que devoran con sus ojos el instinto.
Luego de la desazón que deja el morbo, disfruto del viaje. Siempre he amado los cortos paseos cuando saco alguno de mis libros y las sombras de los árboles o los edificios se proyectan sobre cada página como una obra hecha de dos universos paralelos. Mientras observo la doble ciudad sobre las letras que van pasando a la velocidad del bus, la voz del conductor se dirige a mí:
- Niña, su pasaje…
Ya casi debía bajarme y había olvidado pagar al sentarme rápido evitando a los perversos observar mi culo por largo rato. Un culo gordo, un culo rosado, un culo redondito como un postre, un pobre culo en una hambrienta cuidad.
Entonces deseando no haberme puesto aquella ropa, me dirijo a la cabina de conducción y pago. Ya que allí me encuentro, ante todas las miradas, incluso las de mujeres que atacan visualmente, para criticar, envidiar, para querer ser y decido esperar la devuelta. El hombre con rostro de sharpei viejo, sudando la gota gorda, me vuelve dos monedas que arden; están calientes, como el día, como las lenguas de los hombres, como mi culo y los ojos venosos del conductor.
Las empuño y vuelvo al asiento - Menudo día caliente - Me pregunto si no debo vestirme así, si estoy mal de la cabeza, si no cumplo mi función. Me pregunto si debo salir cubierta hasta los huesos, si es mi culpa por las piernas, por la carne, o quizás son otros los locos, los perdidos, los del irrespeto, esos que silban en la noche como llamando a las aves más fecundas.
- No hay remedio, ciudad puta.
Siento mi cuerpo arder en llamas, como si las dos monedas quemaran mis brazos y enviaran corrientes flamantes a mi ser. Casi colérica las lanzo por la ventana y las veo rodar calle abajo… ¿A qué sabe una mujer de mi ciudad?
– A sal, debe saber a sal, a ese sabor extraño que deja el dinero y el sudor en la palma de la mano.
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