ABISMO LUNAR
Y entonces miraba perdidamente aquel punto sonoro. Intentaba descifrar el acertijo que me presentaban aquellos labios, dos pequeñas puertas de cristal que se abrían y cerraban en un torpe concilio de palabras, un discurso que hablaba de un “nosotros” pero que quería decir “yo”. Cuando la voz se apagaba solo quedaba el horizonte de su rostro: pequeñas dunas y montañas por donde habían fluido alguna vez corrientes de luz. Pero estas ya no estaban, el suelo se había secado y fragmentado, la esperanza se diluía por las grietas de la decepción. El silencio imperaba, como un dictador somnoliento, ordenaba a la voz obedecer su régimen, le hacía caminar lejos, por los senderos del eco, para perderse en una búsqueda sin fin. Pero él, aquel hombre, seguía allí parado, un poco terco, nadie más podía llevar a cabo su misión. Y esa era una verdad temblorosa, una verdad que desestabilizaba la columna central: nadie más podía quitarse la manzana de la superficie de su rostro, nadie más podía encontrar una cuerda que amarrara los dos lados del abismo lunar. Nadie más podía convertirse en funambulista, intentar cruzar al otro lado, aceptar el riesgo de caer y hundirse, entregarse de lleno a la ausencia, a una criatura que devora gatos, recuerdos y almohadas, a una oscuridad que se expande como un torbellino bajo las cuevas subterráneas de la piel.
ASFALTO
Juan se desplomó en la calle. Su cuerpo no aguantó y cayó en el asfalto. Pequeños ríos de sangre desembocaron en las alcantarillas. Abajo, en las cloacas, el olvido se alimentaba con voracidad. Sólo lo recordarán su familia y amigos.
Pero, nadie recordará a Juan, estudiante de tercer semestre de arquitectura. Nadie recordará que le gustaba ir a cine a ver películas de Almodovar y Roberto Benigni. Nadie recordará a Juan y su baile de celebración cuando el Atletico le metía cinco a Millonarios, ni sus besos azucarados y su fetiche por las orejas femeninas. Nadie recordará su pasión por coleccionar tapas de refresco, ni sus pegajosos riffs cuando tocaba el bajo. Nadie recordará a Juan y sus estadías en el parque Malibú. Allí, prendía un cigarro, se recostaba en el banco y miraba absorto las estrellas.
Nadie recordará a Juan. Pero sí lo recordarán los gallinazos que sueñan con una cena memorable. Sí lo recordará la gente ensimismada que rodea su cadáver y disfruta del teatro de la muerte. Sí lo recordará el periodista del boletín informativo que toma fotos para el morbo. Sí lo recordará la lluvia que cae a cantaros y llora lo no-llorable. Sí lo recordará el espejo en el que se vio antes de salir ese día para su trabajo. Sí lo recordará la bala perdida que desvió su camino y atravesó su cabeza de lado a lado.
Y Juan lo sabe. Lo sabe todo. Lo sabe mientras cierra los ojos y se entrega al abismo y al silencio. Lo sabe, pero pronto lo olvidará.
EL REDENTOR DE ESCARCHA
Todo poeta tiene, potencialmente hablando, persiguiéndole en la penumbra, un vehículo, un carro de escarcha. Es el emisario del silencio, el ángel que aparece en el instante preciso, el toro con cabeza de hombre, el redentor de su alma sensible y torturada.
Pronto caerá la ciudad, la muralla de cabello, piel y palabras. No hay voz o suplica que valga ante el ariete del olvido, ante su golpe que aniquila el fuego inmanente, la vitalidad, nuestra admirable insignificancia.
¿Qué rostro tienes redentor mío?
Daniel José Acevedo (Medellín-1986) Historiador de la Universidad Nacional, magister en estudios literarios y tallerista de escritura creativa en el Retiro desde el 2014. Pertenece al comité editorial de la Revista Innombrable. Ha participado del I Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes 2014. Hizo parte de una novela colectiva llamada “Ella, La puta” de actual circulación en la Argentina. Maneja un Taller de Escritura Creativa. Aquí su blog:
http://deveniresprosaicos.blogspot.com.co/
Poesía de mucho sabor. Hace eco en la boca, vibra en la cabeza
ResponderEliminarPoesía de mucho sabor. Hace eco en la boca, vibra en la cabeza
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