De niña no se imaginaba con una pareja así. Aunque mientras sus amigas juntaban los labios plásticos de sus Barbies con los de su Ken, ella presionaba los propios sobre los de la muñeca. Y acariciaba sus formas irreales con un íntimo deleite que todavía no sabía cómo interpretar. Pero, a la edad de 13 años, cuando se encaprichó con una de sus compañeras (una sonriente y que siempre estaba rodeada de amigas) asumió que le gustaban las mujeres. Sin embargo, su primera novia (oficial) la tuvo hasta los 18 años de edad. Fue una relación cuya novedad pasó a la historia en menos de dos meses. Ella no creía en el "uno para cada uno" y así lo demostrarían ante cualquiera sus variadas compañeras de cama. Nadie duraba demasiado para plantearle un conflicto que perdurara en el recuerdo. Representaban una serie de experiencias agradables que en conjunto no parecían muy diferentes entre sí. Nombres y rostros podían confundirse con facilidad, no así el de Verónica.
Verónica
fue la excepción a todas las reglas. Descarriada por donde se le mirara: era
baja, regordeta y con pinta de rockera. Tenía el cabello verde y cortado al
estilo pixie, con un gel con olor a fresas que le hacía las puntas
enloquecidas. Y una cara infantil que provocaba una ternura irresistible a
pesar del piercing en el puente de la nariz, los labiales oscuros y las orejas
perforadas.
Tocaba
el ukulele eléctrico y tenía los pezones perforados porque decía que le ayudaba
a tocar mejor al aumentar su sensibilidad. Se balanceaba al ritmo de las
melodías aprendidas en línea. La forma de su enorme trasero blanco era como una
manzana prohibida llamando a ser mordida. Y ella no era diferente a su madre
Eva para hacer oídos sordos a la tentación, a la cual Verónica reaccionaba con
una risita de niña traviesa. Sabía que uno o dos de sus amigos se preguntaban
qué estaban haciendo juntas, qué podía haber en común entre dos almas tan
distintas, pero no perdía tiempo con explicaciones.
Después
de una vida en busca de violas, le fascinaba abrazarse al contrabajo. Luego de
lienzos en blanco y alguna azúcar morena esparcida, quería reseguir los rostros
demoniacos de sus hombros y lamer las flores primaverales en sus antebrazos.
Había un trébol de cuatro hojas fosforescente en los pliegues de su ancha
espalda, recuerdo de una noche de borrachera. Mínima señal de luz que buscaba
en medio de la noche y le hacía sentir reconfortada al expandirse en cada
respiración.
Yacer
así, en la noche, dando o recibiendo un abrazo digno de un oso. Era imposible
confundir las formas bajo sus manos. Nadie podría ser Verónica nunca.
—Cásate
conmigo. Ahora es legal. Aprovechemos antes de que se arrepientan.
—Si me
dejas dormir, ¿por qué no?
Candela
Robles Abalos – Argentina
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