A Juan Pablo II
Hoy,
como ayer, el arte transmite imágenes de violencia que vuelven creíble,
deseable, pensable, aceptable y realizable tal tipo de violencia en la vida
real, la vida que ha sido erigida con los signos de la ficción. De ocurrir la
violencia real, el fenómeno deja de ser arte. Por el arte nunca acontece la
violencia real. Nunca. Está más que demostrado. La violencia infantil proviene
más de la violencia familiar y escolar que de los medios y del arte, siempre.
Lo mismo vale para la violencia contra las mujeres y contra las minorías. Las
imágenes del arte son otra cosa, una cosa distinta de la violencia. Nos sirven,
justamente, para pensar qué es la violencia. La parte tenebrosa o los sótanos
del alma humana nos ayudan a entender por qué nos comportamos como nos
comportamos. La violencia, ojo, está afuera del arte y de toda conversación,
afuera de este texto. Afuera, en la realidad.
La
violencia es una característica común de la naturaleza humana. Los bebés
aprenden primero a morder y a arañar que a decir «mamá». Caín mató a su hermano
Abel durante la primera generación a partir de Adán y Eva, dice el Viejo
Testamento. La Biblia es un relato de
acontecimientos terribles: riñas, violaciones, matanzas. Grandes personajes de
la Historia murieron por el cuchillo o el veneno, sobre todo en las monarquías
de las grandes civilizaciones de la antigüedad y en la Europa cristiana. Los
animales “irracionales” matan porque tienen hambre, sólo por alimentarse. Los
humanos somos capaces de matar por avaricia, por diversión, por celos, por
venganza y por muchas tontas razones más. Lo paradójico es somos seres
“racionales”. Lo cual me lleva a pensar que también somos seres malvados.
Siempre preferimos fastidiar al prójimo. El hombre detesta al hombre. Y
combatimos a nuestra maldad con normas morales arbitrarias y, por cierto,
subjetivas.
Para
Cioran, en todo hombre dormita un profeta, y cuando despierta hay un poco más
de mal en el mundo. Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa
qué. Tiene una voz: eso basta. El hombre siempre ha buscado ser bueno, pero le
incomoda que de vez en cuando algún malvado realice su obra. Y es que la vida
siempre le exige el mismo imperativo: «Sé bueno». Entonces se cansa y no duda
en dejar que algún malo rompa con la monotonía y muestre otro camino. Y todo
para seguir convenciéndose de que su camino es el bien. Pero resulta que el
mundo no puede subsistir sin el mal, y aunque el bien es necesario para
combatirlo, no es tan necesario como se cree, pues ya se ha comprobado que se
puede iniciar una guerra en nombre del bien. Advertimos en este punto que una
meditación acerca del mal requiere inexorablemente de la noción del bien. Nos
preguntamos también por la fuente, o fundamento, en la realidad, del mal, y
caemos en la cuenta de que éste no posee una existencia per se: adviene al mundo sólo a través del hombre por la vía de su
capacidad para valorar. Consideramos que una indagación acerca del mal conlleva
necesariamente a una exposición de corte axiológico, debido a que el mal es una
invención humana que nace mediante un acto calificativo, o mejor dicho,
valorativo. Concluimos afirmando que no es posible la construcción de una
definición conceptual unitaria acerca del mal, pues ésta responde más bien,
como la pornografía, a la convención que tiene cada comunidad en cada época.
Al
mal no es posible verlo como una cosa, sino como una cualidad o una manera de
ser que no puede ser en sí, sino siempre en otro ser. Por ello es que
(retomando la idea aristotélica del ser en otro) puede garantizarse que el mal
siempre es en otro ser. El mal, por sí mismo, no posee realidad, sino sólo la
que le confiere el hombre; o más bien, el mal adquiere realidad gracias al
hombre. El mal orbita única y exclusivamente en el mundo del hombre; fuera del
hombre o fuera de su mundo, no subsiste el mal, que adquiere semblante real
gracias al hombre.
No
es el bien el que domina las redes de los destinos humanos, sino la cadenciosa
y bailarina carcajada del mal la que baraja, con sutil movimiento lúdico, las
voluptuosidades y deseos que mueven el escenario cotidiano del hombre. Por ser
el hombre un animal racional, tiene posibilidades infinitas que lo ciñen como
un ser que está llamado a inventarse a sí mismo de manera continua e
indefinida. En este errático proceso, el mal es el precio que ha de pagarse por
la racionalidad. Todo ciclo de valoración es un acto consentido, lo cual quiere
decir racional. La voluntad no opera en el hombre desprovista de la razón; por
el contrario, sólo a partir de este binomio puede sustentarse el bien y
fundarse la existencia del mal. Sólo un ser cuya voluntad es conducida por la
razón puede poseer la cualidad de ser “bueno”.
Uno
es “bueno” por sospecha, alarma o previsión. La bondad nace de la prudencia,
que no es más que una virtud militante, en tanto estrategia de defensa. En la
frustración perpetua, la distancia insalvable entre lo deseado y lo conseguido,
está el origen de los dioses y de los diablos, de los héroes y de los villanos.
Cuanto más temor sentimos de la muerte y más vacío sentimos en nuestro
interior, tanto más llenamos el mundo con figuras de padres omnipotentes, de
ayudantes mágicos.
El
mal es la raíz del bien. El mal se define y se identifica con respecto al bien,
y éste, a su vez, logra su definición únicamente respecto al mal. El mal es la
instancia obligada para alcanzar el bien: sin el mal, el bien no representaría
en absoluto un ideal o una meta. Dicho de otro modo, el mal constituye el
complemento del bien, que, a su vez, es símbolo del mal en tanto que ambos se
complementan y dado que el uno está invariablemente al lado del otro. El mal
permite delinear el rostro del bien, y viceversa.
El
papel que juega el mal en la vida humana es el de fertilizante que acelera el
energético dinamismo del tiempo, porque, después de todo, el mal activa las
fuerzas más poderosas de destrucción y de creación. El mal, dice Bataille, para
serlo con pureza, debe ser gratuito e inmotivado. Los humanos somos buscadores
incansables de significados, y hemos desarrollado muchas maneras de hacer
lógica la realidad. Pero quizá hallamos aquí una imposibilidad: el mal es tal justamente
porque no tiene ni puede tener sentido. Cualquier sentido lo disminuye y
evapora. Extrae por completo el sentido de una acción, destruye por destruir,
daña por dañar: ahí tienes el mal.
El
mal está en uno mismo y se transmite no sólo por el coito sino por su
consecuencia: la procreación. Siendo así, nadie necesita el infierno, ya que
vivimos en él y lo reproducimos, lo heredamos.
Detrás
de cada gran hombre hay una gran mujer. Detrás de cada lunático hay alguna
figura de autoridad que empieza la cadena de traumas cuyo último eslabón está
tejido con la violencia. Esta figura de autoridad es una persona adulta que
utiliza el Poder que tiene sobre un niño para deformarlo. A veces creyendo
hacer lo correcto (el bien). Y considerar que el arte es el responsable de la
conducta de los lunáticos es un error muy común, porque los lunáticos son
capaces de decir cualquier cosa: que hicieron lo que hicieron motivados por las
canciones del Disco Blanco de los
Beatles (Charles Manson y su Familia). A John Lennon lo mataron porque el
lunático que le disparó en la espalda se sintió ofendido por una foto del
cantante sonriendo. Antes de buscar la motivación de la violencia o de un
conjunto de hechos violentos, el arte está obligado a definir el presente. Por
morosofía, es decir, por amor a la locura digamos esto: los lunáticos no nacen
por ver, por ejemplo, demasiado cine de terror. Para nuestra carcajada o
nuestro sollozo, el arte sólo le dificulta a los lunáticos el ser originales.
Está
dentro de las posibilidades de cada uno de nosotros el arrebatar la vida a
otro. Si todos los que hemos matado con el pensamiento estuvieran muertos de
verdad, la Tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo
reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de
confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres
sus fantasías. Ante un tribunal absoluto, sólo los ángeles serían absueltos.
Pues nunca ha habido un ser humano que no desease (al menos inconscientemente)
la muerte de otro ser humano. Cada cual arrastra tras de sí un cementerio de
amigos y enemigos; importa poco que ese cementerio sea relegado a los abismos
del corazón o proyectado a la superficie de los deseos.
A
los ocho años, a solas y a escondidas, yo conocí a la
película Los Guerreros (TheWarriors, Walter Hill, 1979). Desde
entonces, he visto en pantallas chicas y grandes miles de balazos, gritos
desesperados y tripas volando, y, hasta donde sé, mi salud mental es bastante
aceptable. No he matado a nadie ni pienso hacerlo (aunque a veces ganas,
motivos y coartadas no me faltan). Tampoco he perdido mi capacidad de asombro;
a pesar de Remi, la Naranja mecánica, la ECW, la CZW, la NFL, elAtari, elNintendo, el Sega, el Play Station, Rambo, Terminator, Depredador,
Aliens, losThundercats, DragonBall, losLooney Tunes, Natural BornKillers, Indiana
Jones, BladeRunner, TheMatrix, Mazinger Z, He-Man, los G.I. Joe, losTransformers,
Beavis y Butthead, Traispotting, Los Simpsons, Bob Esponja, Mad Max,
PulpFiction, Apocalipsis ahora, Robocop, el Chapulín Colorado, Los olvidados,
Los Vengadores, Superman, el Hombre
Araña, Ren y Stimpy, entre peores
cosas: a la fecha, cada vez que una película muestra el fin de una gran
amistad, suspiro y me muerdo los labios para evitar el derrame de lágrimas.
Ser
más o menos sano a pesar de lo que he visto no me hace extraordinario. Como la
mayoría, reprimo mis instintos violentos a cambio de que los demás hagan lo
mismo (bajo la vigilancia, siempre floja, de la Ley), sí, delego mi potencial
agresivo a cambio de seguridad (como bien plantearon hace siglos Hobbes, Locke
y Rousseau).
¿Cuántas
madres desesperadas hay en busca de niñeras electrónicas para bloquear a su
hijo el acceso a ciertos sitios web
(con la misma angustia que a mí me prohibieron alguna vez Los Guerreros)? ¿Cuántos padres ansiosos hay que le niegan a su
hijo un videojuego para evitar que aprenda a matar, en lugar de darle bases (y
besos) para cuestionar los estímulos audiovisuales que recibe? ¿Cuántas
personas hay que optan por alimentar una sana realidad interna, en lugar de
tapar con un dedo la que el arte retrata?
No
creo en el destino, sino en las acciones. En la capacidad de pensar y no en la
imbecilidad que implica permitirle a un niño sólo ver ñoñerías del estilo de Plaza
Sésamo y de Disney. No es tan grave que existan películas gore o/y películas porno hardcorecomo
que haya quien las absorba como verdades irrefutables y las transforme en las
semillas del mal. Definitivamente, yo no sería distinto si a los ocho años no
hubiera metido en la Betamax el casete prohibido de Los Guerreros. Sin duda, otras muchas experiencias personales me
han marcado mucho más. El fin de una gran amistad, por ejemplo.
En
el largometraje FunnyGames (Michael
Haneke, 1997), cuyo remake el propio
Haneke realizó cuadro por cuadro y estrenó en 2007, ¿qué significa el guiño que
nos hace Paul (ArnoFrisch / Michael Pitt)? ¿Por qué nos pregunta si ya hemos
tenido suficiente? Esto, además de recordar al espectador que está presenciando
una ficción, lo vuelve cómplice de la violencia representada. La ficción
convierte a la violencia en un producto de consumo, en un espectáculo. Es
cierto: la violencia en la ficción es “mucha”, y cuando la polémica al respecto
quiere ponerse un poco sesuda, uno se pregunta si tal violencia está
“justificada” o bien si acaso no estará, desde luego que de manera voluntaria,
ejecutándose una apología de la misma. Pero basta con el más superficial de los
cotejos con la realidad contemporánea para reconocer que la violencia que puede
verse en la ficción no sólo no es mucha; no sólo está, narrativamente hablando,
plenamente justificada, y no sólo no se hace, ni voluntaria ni conscientemente,
apología cual ninguna, sino que muy al contrario, y, por desgracia para
cualquier detractor, esa ficcionalización de la violencia se queda muy, muy
corta. El adjetivo “horripilante” le resulta a la realidad un halago, pues
necesariamente ella hace palidecer a cualquier representación de la violencia,
sea ésta hardcore, gore, slasher o de otro tipo.
Algunos
políticos, intelectuales y periodistas han expresado “preocupación” ante la
libre circulación de la violencia ficticia, quizá incluso con más ahínco que su
exigencia por desentrañar lo que originó la violencia real. La violencia real
(ya lo sabemos) no se localiza en la violencia ficticia, sino en la
distribución del dinero, en los empleos miserables, en la incultura y en el
canje de lujo y placer por vida. En todo caso, sería importante llevar el
debate o el análisis a otros terrenos, como el de la falsa moralidad de muchos
líderes religiosos (pederastas), que han hecho un gran negocio al convertirse
en censores del arte, e insistir en la reflexión sobre el desarrollo que ha
tenido la idea del Mal y su papel en el retrato de nuestra realidad, cualquiera
que ésta sea. Y, por supuesto, en la verdadera génesis de la distribución del
dinero, en el por qué la decisión de miles de personas de ganarse el pan con
empleos miserables, en la exploración a las entrañas de la incultura y en las
razones que llevan a cientos de adolescentes a canjearle al crimen organizado
un poco de lujo y placer por su propia vida.
Hay
tres categorías de la violencia real:
·
Subjetiva:
crimen, terrorismo; la perturbación del estado “normal” de las cosas.
·
Objetiva: racismo,
discursos de odio, discriminación; el elemento inherente al estado “normal” de
las cosas.
·
Sistemática:
incomunicación, represión, marginalización, alineación; la vida cotidiana como
ritual sin sentido, la jodidez repetida al infinito; el hábito al estado
“normal de las cosas; la consecuencia del funcionamiento de nuestro sistema
político-económico.
El abono para la violencia es el Gobierno que no
representa a la mayoría. Esto desemboca en la pesadilla y no en el sueño
reparador, pues suele confundirse el miedo con el respeto y todos tenemos la
sensación de que todos estamos solos frente al Gobierno. En este contexto,
todos terminamos por asimilar como normal lo que en otros años sería impensable
para el país entero. La violencia deja de ser excepcional para volverse
cotidiana. La violencia deja de ser ficticia para volverse real.
La violencia y la ley son inseparables, pues el
Gobierno persigue como fin, con la violencia como medio, aquello que debe ser
establecido como ley. La ley busca preservarse a través del monopolio de la
violencia, que incluye el servicio militar obligatorio, la policía, la pena
capital e incluso la regulación del trabajo. En el campo político y jurídico,
la violencia cumple con dos funciones: perpetuar el estado “normal de las cosas
o instaurar un nuevo estado de las cosas. La violencia, por tanto, puede
juzgarse como un medio que puede emplearse para alcanzar fines justos.
La
violencia es un problema multicausal: existe un nivel biológico (la genética,
la fisiología); uno personal, donde la dinámica familiar es importantísima, y
uno social, en el cual el concepto de Poder tiene un papel fundamental. Cuando
hacemos referencia a un asesino en serie, no debemos situarlo en el mismo nivel
en el que se encuentra un sujeto involucrado en una guerra, ya que ésta es
consecuencia de intereses políticos y económicos (Poder), mientras que el
primero incluye aspectos psicopatológicos. A un soldado se le podría hacer una
medición mediante un test y no necesariamente presentar algún problema. Podría
ser totalmente “normal”, pero también podría estar inmerso en una situación
donde está en juego desde la obediencia a las instituciones hasta su propia
vida. Cuando es uno el que mata, comete un crimen; cuando son diez, cometen un
acto de violencia; pero si son mil, se convierte en un acto organizado, una
auténtica guerra, una necesidad.
Hay
un goce del mal del prójimo que es parte de la condición humana. Desmentir este
deleite destructor conlleva peligros importantes: no se puede remediar aquello
que no se ha aceptado. Para controlar los efectos sociales dañinos de las
tendencias destructivas habría que empezar por admitirlas. Y hablar con los
niños supone también hablarles de lo que conocen y de lo que les interesa oír.
Con y desde sus referentes. Creer que se pueda, en un ingenuo esfuerzo,
hablarles de moralejas edificantes cuando su conocimiento del mundo les permite
seguir de cerca guerras televisadas, innovaciones tecnológicas y barbarie
comercial, es a todas luces ridículo e inoperante. Si de verdad nos interesa un
poco su porvenir y orientarles en algún sentido hacia la posibilidad de alterar
el estado de las cosas, o estimularlos a romper los muros de la ignorancia
sexual que se construyen alrededor de una sociedad como la nuestra, tenemos que
hablarles sin concesiones ni tibiezas. En todo caso, el más grande valor, quizá
el único que nos resta y que podemos fomentarles, es la limpieza. En efecto,
limpiemos sus cerebros de tabúes, misoginia, machismo, feminismo, misandria,
cursilería; hablemos con ellos, entonces, como los sujetos que son, no
insultemos su inteligencia ni subestimemos su sensibilidad al respecto.
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