Discurso preparado para la ceremonia de premiación del concurso de cuento "Habrá una vez" del colegio Calasanz, en el que me desempeñé como jurado.
"Uno se mete a escribir porque lo dejaron solo y de algún modo tiene que huir de los fantasmas, porque una tarde de abril o de mayo o de junio vio como se esculpía una mujer diminuta en el dentífrico antes de lavarse los dientes, porque en este país escriben expresidentes y exsecuestrados y entonces por qué uno no, porque tiene como pasatiempo buscar formas en las nubes, porque alguna vez oyó en alguna parte que los escritores eran interesantes, porque cuando intentó boxear o bailar descubrió que no tenía la coordinación necesaria.
Uno se mete a escribir por miedo, por rabia, por obligación, y -a veces- hasta por gusto. Porque siente un nudo en la garganta y quiere deshacerlo en letras, porque la niña que le gusta dijo que le encantaba la poesía, porque esa niña es en realidad un niño y todavía usted no sabe como decirle a sus papás que es homosexual. Porque el profesor de cálculo anda jodiendo la vida con las inecuaciones y se niega a comprender que X es igual a la locura o a un perro.
Uno se mete a escribir porque sufre de insomnio y necesita una actividad para entretenerse en las noches que desgaste menos que la masturbación, porque descubre que escribir es mejor que masturbarse aunque canse más. Porque luego de terminar un cuento lo lee y no recuerda cuando fue que escribió tal o cual cosa, porque a veces no hay mejor confesor que un personaje dócil, porque a veces no hay mejor verdugo que un personaje rebelde.
Uno se mete a escribir porque tiene que decir la verdad a punta de mentiras, porque RCN dijo que los narcoterroristas de las FARC están eliminados, que el loco de Chávez lleva todas las de perder en una hipotética guerra, que las ONG hacen parte del bloque intelectual de la guerrilla, que la cosa política se mueve... y a vos, en el fondo, te importa un pepino lo que diga RCN.
Uno se mete a escribir porque lo tiene mamado la hipocresía de la iglesia católica y espera hacer un manifiesto similar al de los nadaistas para reiterarle a la Santa Madre de una buena vez que EL DIABLO NO EXISTE. Uno se mete a escribir porque quiere liberar demonios, desatarse en un placer tan íntimo, jugar a ser dios.
Uno se mete a escribir porque no entiende muy bien como es eso de que el colegio ahora está certificado en Piedad por el ISO. Uno se mete a escribir porque si no lo hace, el resto -las matemáticas, la geografía, la economía, la filosofía, la historia, la estadística, la física, la química, el sexo- no tendría mucho sentido.
Escribir es disparar contra el olvido. Con cada palabra se levantan los cimientos de un mundo, promesa de lo eterno, paraíso a nuestra medida. Cada cuento es para el lector un golpe en el estómago, una sonrisa en el rostro, una carcajada a las puertas de la boca, una lágrima solitaria que resbala. Pero para el escritor, para el escritor cada cuento es sangre y llanto, risa y pena, la dosis mínima de locura que no podrá vetar ningún proyecto de ley, el pedazo -a veces diminuto y por pequeño más valioso- en el que la libertad es un exceso permitido.
Y es que luego de superar la primera timidez con el papel, luego de ese acercamiento de amantes vírgenes que ocurre cada vez que se juntan dos silencios -el del escritor y el de la hoja en blanco-, luego de que los dedos empiezan a moverse y la fantasía teje en la imaginación una serie de casualidades, ahí, cuando quién escribe se entrega al cuento del mismo modo que si se entregara al amor, ahí ocurre.
¿Qué? Algo, no podría decirlo con certeza, algo ocurre cuando la creación extiende sus redes bajo los pies del creador, ese proceso de despersonalizarse, ese dejar de ser para convertirse en hacedor de seres, ese parir cristianamente con dolor o paganamente con gozo. Ahí algo ocurre, lo sabemos todos los que hemos perdido el control de un cuento, los que durante ese tiempo -largo o breve- que demora la escritura olvidamos nuestro nombre, nuestra edad, nuestro sexo, nuestra identidad cotidiana que se aleja tanto de la cotidianidad nueva, ajena, quizás descabellada, que se dibuja poco a poco, paso a paso, letra a letra, sobre la hoja.
En un mundo donde la guerra de Afganistan se cobra a diario al menos un muerto, donde el presidente de Corea del Norte necesita de ojivas nucleares para hacer valer su soberanía, donde América Latina fue condenada desde la caída del muro de Berlín a no escribir la historia, sino a padecerla. En un país donde se invierte en la guerra el seis por ciento del producto interno bruto y la educación -que es un derecho- se olvida olímpicamente, donde las cifras de desnutrición infantil se disparan cada trimestre, donde mata una mata en un caso macondiano de vegetación asesina. En una ciudad donde durante el mes de octubre hubo más de doscientos homicidios, donde las barreras sociales van desde toques de queda hasta mallas verdes para no ver el exterior, donde las flores sirven para adornar cementerios. En este escenario global, en este escenario local, se hacen más que nunca necesarios los cuentos, para poder creer que existe otra realidad posible.
Habrá una vez en que nada haya para ser dicho, en que el silencio se imponga no por censura sino por aburrimiento, en que la tranquilidad sosa remplace la duda arriesgada, en que todo ande tan bien, tan sobre ruedas, tan perfecto y con final feliz. Quizás en ese instante cesarían los deseos de escribir, pero aquí y ahora hay una vez, una y solo una, ésta y solo ésta.
Aquí y ahora se levantaran las letras para jurar planetas misteriosos, para rememorar el tacto del amigo y la piel de la amante, para jugar con los recuerdos en las fotos, para romperse en el boom de una batería y arrancar aplausos entre malabares y muertes. Aquí y ahora las palabras abrirán el portón a un pueblo de miedo, narrarán los sueños de un nombre compuesto, se figurarán parte de un libro y resolverán un final como un principio para continuar con la serpiente que se muerde la cola. Aquí y ahora hay una vez por cada cuento, y en cada cuento una esperanza avariciosa: que vengan más de donde vino ese.
Así las cosas, escribir es arriesgarse al sueño. Sí, es bien cierto que un cuento no va a cambiar el mundo, pero contarlo... contarlo va a evitar que el mundo nos cambie a nosotros."
Y lo que oía mientras escribía, "hasta siempre comandante"Uno se mete a escribir por miedo, por rabia, por obligación, y -a veces- hasta por gusto. Porque siente un nudo en la garganta y quiere deshacerlo en letras, porque la niña que le gusta dijo que le encantaba la poesía, porque esa niña es en realidad un niño y todavía usted no sabe como decirle a sus papás que es homosexual. Porque el profesor de cálculo anda jodiendo la vida con las inecuaciones y se niega a comprender que X es igual a la locura o a un perro.
Uno se mete a escribir porque sufre de insomnio y necesita una actividad para entretenerse en las noches que desgaste menos que la masturbación, porque descubre que escribir es mejor que masturbarse aunque canse más. Porque luego de terminar un cuento lo lee y no recuerda cuando fue que escribió tal o cual cosa, porque a veces no hay mejor confesor que un personaje dócil, porque a veces no hay mejor verdugo que un personaje rebelde.
Uno se mete a escribir porque tiene que decir la verdad a punta de mentiras, porque RCN dijo que los narcoterroristas de las FARC están eliminados, que el loco de Chávez lleva todas las de perder en una hipotética guerra, que las ONG hacen parte del bloque intelectual de la guerrilla, que la cosa política se mueve... y a vos, en el fondo, te importa un pepino lo que diga RCN.
Uno se mete a escribir porque lo tiene mamado la hipocresía de la iglesia católica y espera hacer un manifiesto similar al de los nadaistas para reiterarle a la Santa Madre de una buena vez que EL DIABLO NO EXISTE. Uno se mete a escribir porque quiere liberar demonios, desatarse en un placer tan íntimo, jugar a ser dios.
Uno se mete a escribir porque no entiende muy bien como es eso de que el colegio ahora está certificado en Piedad por el ISO. Uno se mete a escribir porque si no lo hace, el resto -las matemáticas, la geografía, la economía, la filosofía, la historia, la estadística, la física, la química, el sexo- no tendría mucho sentido.
Escribir es disparar contra el olvido. Con cada palabra se levantan los cimientos de un mundo, promesa de lo eterno, paraíso a nuestra medida. Cada cuento es para el lector un golpe en el estómago, una sonrisa en el rostro, una carcajada a las puertas de la boca, una lágrima solitaria que resbala. Pero para el escritor, para el escritor cada cuento es sangre y llanto, risa y pena, la dosis mínima de locura que no podrá vetar ningún proyecto de ley, el pedazo -a veces diminuto y por pequeño más valioso- en el que la libertad es un exceso permitido.
Y es que luego de superar la primera timidez con el papel, luego de ese acercamiento de amantes vírgenes que ocurre cada vez que se juntan dos silencios -el del escritor y el de la hoja en blanco-, luego de que los dedos empiezan a moverse y la fantasía teje en la imaginación una serie de casualidades, ahí, cuando quién escribe se entrega al cuento del mismo modo que si se entregara al amor, ahí ocurre.
¿Qué? Algo, no podría decirlo con certeza, algo ocurre cuando la creación extiende sus redes bajo los pies del creador, ese proceso de despersonalizarse, ese dejar de ser para convertirse en hacedor de seres, ese parir cristianamente con dolor o paganamente con gozo. Ahí algo ocurre, lo sabemos todos los que hemos perdido el control de un cuento, los que durante ese tiempo -largo o breve- que demora la escritura olvidamos nuestro nombre, nuestra edad, nuestro sexo, nuestra identidad cotidiana que se aleja tanto de la cotidianidad nueva, ajena, quizás descabellada, que se dibuja poco a poco, paso a paso, letra a letra, sobre la hoja.
En un mundo donde la guerra de Afganistan se cobra a diario al menos un muerto, donde el presidente de Corea del Norte necesita de ojivas nucleares para hacer valer su soberanía, donde América Latina fue condenada desde la caída del muro de Berlín a no escribir la historia, sino a padecerla. En un país donde se invierte en la guerra el seis por ciento del producto interno bruto y la educación -que es un derecho- se olvida olímpicamente, donde las cifras de desnutrición infantil se disparan cada trimestre, donde mata una mata en un caso macondiano de vegetación asesina. En una ciudad donde durante el mes de octubre hubo más de doscientos homicidios, donde las barreras sociales van desde toques de queda hasta mallas verdes para no ver el exterior, donde las flores sirven para adornar cementerios. En este escenario global, en este escenario local, se hacen más que nunca necesarios los cuentos, para poder creer que existe otra realidad posible.
Habrá una vez en que nada haya para ser dicho, en que el silencio se imponga no por censura sino por aburrimiento, en que la tranquilidad sosa remplace la duda arriesgada, en que todo ande tan bien, tan sobre ruedas, tan perfecto y con final feliz. Quizás en ese instante cesarían los deseos de escribir, pero aquí y ahora hay una vez, una y solo una, ésta y solo ésta.
Aquí y ahora se levantaran las letras para jurar planetas misteriosos, para rememorar el tacto del amigo y la piel de la amante, para jugar con los recuerdos en las fotos, para romperse en el boom de una batería y arrancar aplausos entre malabares y muertes. Aquí y ahora las palabras abrirán el portón a un pueblo de miedo, narrarán los sueños de un nombre compuesto, se figurarán parte de un libro y resolverán un final como un principio para continuar con la serpiente que se muerde la cola. Aquí y ahora hay una vez por cada cuento, y en cada cuento una esperanza avariciosa: que vengan más de donde vino ese.
Así las cosas, escribir es arriesgarse al sueño. Sí, es bien cierto que un cuento no va a cambiar el mundo, pero contarlo... contarlo va a evitar que el mundo nos cambie a nosotros."
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