¿A quién habrán pedido permiso para matarlo?
Siempre sospecho cabezas ocultas en las copas de las calles. Hacen sus nidos con los billetes que arrebatan al sudor.
Apenas veo mequetrefes que se empinan, que no salen de sus nichos, que se amparan en sus armas.
No hay donde descargar mis brazos.
Y el grito no agrieta columnas.
Fija está la felicidad, la que se empeñan en venderme como felicidad, en la cumbre, visible, de los que estiran su cuello con corbatas o cadenas de oro.
Yo seguiré tu guerra, padre. La guerra del azadón y del lápiz contra el artefacto y la maquinaria para hacer muertos.
A mí, de morir en aparente adelanto al llamado ineludible, habrán de asesinarme desarmado y en mi ruta. Moriré en mi ley, en algún lugar de mí mismo refugiado.
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