De nuevo la atención de Ulrich se concentra en la figura enigmática de Moosbrugger, en su tosco semblante de asesino que se había desvanecido ya de la mente de la gran mayoría de los ciudadanos que al respecto habían dejado de ser “estimulados” por la prensa. La apatía del rudimentario asesino, su cabello ensortijado dejado al arbitrio del viento y su viaje tranquilo en una carroza cuyo guía era el mismo brazo de la ley contrastan con la dureza de las disposiciones que a propósito de su condena se estaban tomando y que, al parecer, indicaban que la ley se tomaría el trabajo de vengar a la prostituta que exhaló su ultimo aire en los rudos brazos de Moosbrugger. Para él la pena de muerte apenas si hería su orgullo de presidiario pero en modo alguno le asustaba; no temía a la muerte puesto que se había liberado del deseo de vivir, lo que en algunos casos puede resultar una gran ventaja.
Por otra parte, Walter, Clarisse y Ulrich se ven inmersos en un debate cuyo aroma es el de una época que se convulsiona, que ve a su razón contraerse sobre sí misma, empequeñecerse al tiempo que su conocimiento crece y se multiplica en proporciones gigantescas. Arnheim, acompañado de su inacabable lista de atributos es el objeto principal de la discusión. Sus conocimientos, algo así como victorias pírricas al decir de Ulrich, enriquecen a una época que se ufana de ellos al tiempo que le dificultan la producción de “hombres enteros, buenos y normales”. Para él no cabe duda de que hay ciertas paradojas en el especialismo de la época, ciertas inconsistencias que atrofian el espíritu de quien ostenta con orgullo sus vastos conocimientos en una reducida área del saber.
Ni siquiera el bueno de Arnheim, depositario de una vasta gama de saberes, es suficiente para unir lo que el tiempo ha dividido, lo que ha sido fragmentado, quizás, de manera irremediable. Para Walter, en cambio, el panorama en lugar de desértico se torna rico en adelantos y posibilidades para el espíritu y, bajo el influjo de los libros de Arnheim y a pesar de admitir cierto diletantismo, se opone a Ulrich en su concepción del estado de los saberes y de los hombres.
Clarisse tímidamente se inclina a la posición de Ulrich, pero no lo deja saber sin ambigüedades. Entre tanto, Ulrich arrecia su posición y plantea que la época actual es un periodo de transición que podría durar hasta el fin de los días del planeta; no saber afrontarlo en manera alguna justifica que los hombres adoptemos la posición de infantil miedo ante la oscuridad que se expande abruptamente en toda la habitación. El “creciente racionalismo” que parecía la solución a todos los problemas humanos se ha quedado sin sentido gracias a sus excesos, ha perdido su fuerza a pesar de que se expande como una peste, inundando todas las esferas de la vida con un paraíso que en algunos genera un miedo indescriptible, pero que casi siempre es admitido sin disensión.
Las marcadas diferencias de esta discusión nada trivial quedaron resueltas gracias a los efectos de la “simpatía” sobre el pensamiento… No obstante, Walter sintió que el triunfo del incomprendido le acompañaba cuando, con astucia y cobardía sentenció: “Me da la sensación de que la consecuencia de todo esto será una orgía desenfrenada de la fantasía.”
Las lentes privilegiadas para estos capítulos han sido designadas: “La irracionalidad y la razón que termina en excesos.” Su expositora tomó como centro de la presentación la densa discusión entre Walter y Ulrich: dos concepciones opuestas acerca de la racionalidad de la época que no son tratadas, a pesar de las diferencias, de un modo maniqueo. No obstante, se evidencia una crisis, un momento de ruptura en una época que se fragmenta y fragmenta consigo todo aquello que la compone, en especial a sus saberes, expandiendo con sus adelantos una atmósfera de “opacidad”, un airecillo turbio cuyo efecto en los hombres que inexorablemente le respiran no es otro sino el de dejar penetrar en sus pechos los dilemas, triunfos y fracasos de la modernidad.
Hombres fragmentados, escindidos y de apariencia unívoca transitan en la densa y gris ciudad que hoy damos en llamar el “progreso” de los tiempos. La fisura, el umbral en el cual el hombre moderno se sitúa ante el universo tiene una dosis de angustia que se expande con tenacidad pero que es casi imperceptible, incluso para las inteligencias especializadas: nada ni nadie podrá unificar de nuevo las incontables islas que han irrumpido del océano del conocimiento humano, desde cada una de las cuales el mundo se muestra infinito e inconmensurable como si en ellas hubiera una montaña cuyo túnel cavado descendiera más allá de los aposentos de lucifer; el saber mismo no comprende la totalidad del hombre y el mundo que le rodea, pues sus contornos se difuminan en un horizonte que no acaba y la fuerza de su luz es poca en comparación con las tinieblas a las que se enfrenta. Sumado a ello, los tiempos del Adán que todo lo nombra han quedado atrás y la confusión con respecto al mundo tanto como al hombre mismo no es aclarada por ningún saber: el bien y el mal; el arriba y el abajo; el principio y el final son conceptos que se diluyen con demasiada facilidad. La especialización de los saberes al tiempo que los ha potenciado en particular, ha agravado en ellos la fisura que impide cada vez más al hombre un panorama general, una amplitud en el mirar. Entre tanto, Arnheim con sus atributos enciclopédicos se ha empecinado en tratar de unificar un conocimiento que desborda a la razón de un solo hombre, evocando con ello una empresa de cierto cariz quijotesco, de aquellas que galopan un caballo en contravía de un mundo cuya velocidad golpea y mata lentamente mientras se recobra el juicio perdido. Ni Arnheim, ni Ulrich podrán unificar el saber científico; el saber humano, por su parte, es interpretado en algunos círculos como la esperanza de unificación por medio de las subjetividades, pero incluso allí las fisuras se han extendido y el cambio vertiginoso de los tiempos nos muestra en una situación distinta a la de los hombres y mujeres de hace cinco mil años.
Asimismo, esbozada esta crítica a la razón y a sus excesos que en la pretensión de conocimiento y orden absolutos ha demostrado su incapacidad de “abarcarlo todo”, ha develado el cinismo latente a formas de vida invadidas por la racionalización y la mecanización en todas las esferas cotidianas hasta el punto de construir un paraíso terrenal que produce escozor, la imagen de un mundo opuesto, “de una orgía desenfrenada de la fantasía”, no resolvería tampoco la fisura sino que, por el contrario, contribuiría al desconcierto, a la expansión de la angustia del sinsentido. Bajo ambos “falsos opuestos” el telón del absurdo se cierne sobre la humanidad. La posición trágica de la vida moderna nos sitúa entonces ante dos caminos de cuya elección el destino del hombre en la tierra será decidido: mirar a la verdad con toda su dureza y tratar de construir un camino acorde con sus posibilidades o, por el contrario, dar inicio al infantil llanto que invade la habitación al compás de las tinieblas. Reconocer el absurdo que subyace a todas las acciones humanas no es, por sí mismo, un impedimento para afirmar la vida, todo lo contrario, valorar la lucha por la existencia incluso a pesar de la cruda verdad del reino de la muerte es una posibilidad abierta; la otra consiste en gozar de los privilegios de Moosbrugger, es decir, despojarse del deseo de vivir como si de una pesada carga se tratase y entregarse a las virtudes de la muerte sin resistencia, con impávida entereza e indiferencia ante el abandono del reino de los laboriosos mortales.
El absurdo se ha levantado como un coloso en el horizonte de las acciones humanas; ha sembrado el desconcierto, la duda, la angustia y el hastío. La razón se endureció para hacer frente a la ausencia de Dios, no obstante, su dureza la hizo vulnerable a la fragmentación y la escisión de sus logros apareció minúscula ante la gran promesa que había hecho; ahora yace en trozos difuminados en la ancha tierra, en donde la humanidad como un inmenso hormiguero en ebullición se expande y se contrae como si estuviera a punto de estallar, como si cada uno de los individuos no sólo viera con espanto al gran coloso del absurdo sino que ante la posibilidad de construir un sentido huye, corre en desbandada, como si el exceso de sentido pretendido en tiempos anteriores hubiese causado una indigestión colectiva, una esquizofrenia que es el aroma que expelen los tiempos modernos .
Robert Musil: “El hombre sin atributos”, Capítulos 53: Moosbrugger es trasladado a otra prisión y 54: “Ulrich se muestra reaccionario en una conversación con Walter y Clarisse”.
* Memoria del Seminario sobre el Amor y la Muerte, “Luís Antonio Restrepo”.
Responsable: Juan Camilo Arias, expositora: Isabel Salazar.
Corporación Cultural Estanislao Zuleta.
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