A los veinte años Marcos Leiva era un sobreviviente. Lo
conocí en el noventa y siete, cuando se instaló en La Estrella. Era oriundo de
San Roque. Una sombra de violencia lo perseguía, no le gustaba hablar de ella.
Vivía donde una amiga de su madre, doña Teresa, que siempre fue tan buena en
prepararle la comida y plancharle las camisas. La familia de Marcos, o lo que
quedaba de ella, permaneció en el pueblo que se llenó de muertos y sus ruinas
comenzaron a ser habitadas por fantasmas. Él se marchó de San Roque, quería
escapar de la violencia y aprender electrónica en el SENA de Itagüí. Le gustaba
manejar equipos de sonido, reparar instrumentos musicales y programar
computadoras.
Yo pasaba el tiempo con Marcos en mi
balcón, en la esquina ubicada entre Calle Quinta y El Dorado. Divisábamos la
multitud que subía y bajaba por una de las principales arterias casi verticales
del municipio, donde las casas parecían grillos que se aferraban con sus patas
a los troncos de los árboles. Los nuevos ricos salían a pasear con parlantes
amarrados a las sillas de montar de sus caballos, los que dejaban las calles
malolientes, sucias de cagajón. Los sombreros no les permitían ver los rostros
a aquellos hombres, de quienes se decía que eran los dueños de todos los
relojes que indicaban el tiempo de trabajo y de descanso en La Estrella. Los
muchachos pobres hacían piques en sus motocicletas recogidas en cementerios de
chatarra. Eran aparatos esqueléticos y oxidados, a veces con una sola llanta.
Sin farolas ni luces para deslizarse sigilosas en la noche, servían para hacer
piruetas o para cumplir misiones tenebrosas que encargaban los hombres de
sombrero. Sus novias, ataviadas con escotes y collares de brillantes falsos,
pantalones ceñidos y botas puntiagudas, cocinaban sancochos de hueso de vaca,
condimentados con cilantro y marihuana, en la única calle del barrio. Las
gorras, entre el humo de las hogueras y la niebla de la madrugada, no permitían
distinguir los rostros de los comensales. A veces, se les veían los ojos
brillantes cuando encendían el cigarrillo Pielroja. A veces, se lograba
comprender que eran apenas muchachos temerosos y con ansias de triunfo.
La música y la pólvora acompañaban el
ruido de las calles llenas de huecos. Los habitantes del pueblo encendían la
fiesta con cantos de Darío Gómez, Héctor Lavoe y Pastor López. Ningún carro de
transporte público o de venta de leche se atrevía a entrar al barrio mientras
estaban de fiesta.
Marcos y yo combatíamos la parranda de
los vecinos con unos parlantes inmensos que él había diseñado. Vivimos la
juventud en aquel pueblo, al ritmo del rock y a la sombra de La Mafia, esa
señora de ojos velados que en las noches de luna llena pasaba en un carro de
vidrios negros señalando quién merecía la muerte. Era poderosa. Tenía como servidores
y lacayos a los hombres de sombrero y a los muchachos de las motos
esqueléticas.
Muchos héroes del barrio eran niños
criminales, que fueron desapareciendo con el paso de los meses. Se les erigió
una escultura oxidada en forma de pájaro sin alas, derruida por la orina de los
perros y de los mendigos, a la que las madres le llevaban flores una vez al
año. Una sola escultura para todos con el fin de aunar en una imagen la memoria
del rufián de turno.
Los demás muchachitos buscaban imitar
sus leyendas. Pero Marcos, que venía de otro pueblo huyendo del conflicto entre
guerrilleros y paramilitares, era distinto a ellos. Tenía unas gafas grandes y
sucias. No sé si veía bien a través de los lentes. Me daban ganas de pasarle un
trapo de cocina para que las limpiara. Él no se preocupaba por la mugre,
siempre y cuando pudiera distinguir las letras de los libros que leía. Era un
animal raro. Hablaba, con saliva en la comisura de los labios emocionados, de
la traducción que hizo Vicente Blasco Ibáñez de Las mil y una noches. No toleraba ninguna otra. Había comprado una
versión ilustrada por Doré que cargaba en una mochila arhuaca deshilachada.
Estaba, además, enamorado de Tolkien y de la Tierra Media. Aún no habían salido
las películas de Peter Jackson, pero conocía las genealogías de elfos que este
escritor imaginó en su sótano inundado por el humo de tabaco. En su casa
desplegaba los mapas y
El flaco Reyes, Juan Ratón, Diego
Velorio y yo escuchábamos a Marcos de buena gana. Nos sentábamos a ver pasar la
noche y oíamos sus historias, acompañados por la música de Judas Priest y de
Iron Maiden en una grabadora a la que le adaptamos los parlantes. Compartíamos
también con Perla y Viviana, a quienes les gustaba el punk pero se aguantaban
el metal. Tomábamos un vino barato que venía en una caja y le mezclábamos un
confite de menta para apaciguar el dulzor. Veíamos cómo tiraban pólvora en
cualquier día del año y en las madrugadas contábamos los globos de papel en el
aire.
Todos deseábamos a aquellas mujeres con
maldad e instinto. Perla no tenía un rostro bello, los dientes eran
desordenados y grandes, no le cabían dentro de la boca, y los ojos padecían de
una leve desviación. Pero emitía feromonas por donde pasara. Los hombres
alcanzaban a olfatearlas y perseguían como una jauría de perros sus pechos que
parecían dos parras cargadas de cientos de uvas flotando sobre una cintura
apretada que dejaba ver vistiendo una camisa ombliguera negra. El vientre
estaba marcado por un camino de músculos que
insinuaba por debajo del ombligo el sendero que todos buscaban y que apenas
cubría con su pantalón abrochado muy abajo. Incluso Escopeta, uno de los pillos
de El Dorado que tenía el cuerpo largo como el de un arma y usaba zapatos
blancos de talla muy grande, le rogaba que lo dejara estar con ella siquiera
una noche. Perla se negaba.
Viviana tenía el pelo ensortijado,
largo hasta la cintura, y usaba brackets. El cuerpo era flaco por todos los
lados, excepto sus caderas amplias, similares a dos globos sobre los que
flotaba. Yo soñaba con arrancarle los huesos y chuparlos como los devora un
animal carroñero después de la faena de los cazadores.
Cuando los demás se marchaban, Marcos y
yo nos quedábamos con ellas. En la noche subíamos a la terraza, instalábamos el
equipo de sonido y comprábamos comida y ron. Mi mamá y mi tío se aguantaban el
ruido en las habitaciones del segundo piso. Sobra decir que mi padre había
muerto como morían todos los hombres menores de treinta años en La Estrella:
con dos tiros en la nuca.
En una esquina, apretaba las inmensas
caderas de Viviana contra el muro y la besaba con fuerza. No tenía cuidado de
que me cortara los labios con los brackets. Buscaba tácticas para hundirme en
su entrepierna, pero ella no se dejaba romper la ventana de la virginidad.
Apretaba los pies y me arañaba las manos, me mordía el cuello con rabia y me
decía que hasta ahí era mi límite.
Perla era más generosa con Marcos. En
una ocasión, mientras besaba a Viviana, abrí un ojo y vi cómo él metía la mano
debajo de su camisa, desgranando las uvas que componían sus pechos, como si
tuviera muchos senos adentro de los senos.
Además de la imaginación volcada a los
libros y las células del cuerpo obsesionadas con aquella población micélica de
deseo y voluntad que llamábamos mujeres, estábamos apasionados por la música.
Con los ahorros de una mesada que me daba mi abuela todos los domingos, compré
una guitarra acústica y aprendí a tocarla. Soñaba con ser un rockero famoso.
Empecé a dejarme largo el pelo. Marcos me siguió en la apuesta. Los cabellos
brotaron hacia arriba como espigas de maíz y poco a poco fueron bajando por las
frentes. Nos atravesamos las orejas con agujas calientes y nos pusimos los
aretes de plumas de mi madre; usamos ropa negra con taches, botas obreras que
compramos en las tiendas Grulla y les rompimos la punta para que se viera la
platina reluciente con Brillametal. En La Estrella fue un escándalo. Cuando
salíamos al parque se asomaban las cabezas por las ventanas. Escuchábamos
murmullos y siseos mientras trepábamos Calle Quinta. Rezos y exorcismos de
señoras escondidas detrás de sus velos nos perseguían como una letanía
medieval. A veces nos lanzaban agua bendita y cerraban los postigos de madera a
toda velocidad.
Una noche estábamos sentados en el
parque de La Estrella, al lado de la estatua de Simón Bolívar. En la grabadora
de pilas escuchábamos música de Black Sabbath. Escopeta, el del cuerpo largo
como un arma y los zapatos blancos, caminó hacia nosotros y nos olfateó con su
nariz respingada. Tenía una botella de brandy en la mano y un cigarrillo de
marihuana entre los labios. Lo tomó con dos dedos para hablar y miró los pechos
de Perla apretados contra un corsé negro, atado con cintas púrpuras. Nos pidió
apagar la música. Le bajé el volumen. Envidioso del modo en que Marcos abrazaba
a Perla, pasándole la mano por la cintura, dijo que si seguíamos de satánicos y
visajosos nos mandaría en bolsas para el infierno. Bolsas bien negras, como les
gusta vestir a ustedes, reiteró.
Los skaters que saltaban las escaleras
y partían en fragmentos cada vez más pequeños las baldosas del parque tomaron
sus patinetas en la mano y se fueron. Las palomas también salieron al vuelo
como si presagiaran la muerte. Le dije a Escopeta que nosotros no le estábamos
haciendo daño a nadie. Lo miré a los ojos pero sin hablarle de mala manera.
Mencionó, entre el humo de la marihuana y con ciertas pausas de tos, que
estaban organizando unos partidos de fútbol en La Placa del Comando, al lado de
la vieja escuela abandonada. Contaban con que armáramos un equipo
Casi obligados, armé un equipo con
Marcos, El flaco Reyes, Juan Ratón y Diego Velorio. Decidimos usar camisas
negras con estampados de nuestras bandas favoritas: Pink Floyd, Manowar, Judas
Priest, Iron Maiden y Metallica. Fuimos a jugar a La Placa. Era de noche y dos
lámparas amarillas iluminaban el contorno. La puerta estaba cerrada y tuvimos
que trepar la malla. El público vio que había juego y forzó la puerta hasta
romperla. Los jóvenes se sentaron en los muros junto a la raya pintada de
blanco, que era borrosa en muchos tramos. No había tribunas. Cualquier balonazo
podía descalabrarlos. Estábamos nosotros y solo un equipo rival, cuyos
jugadores parecían orcos. Escopeta encabezaba el grupo. Era el delantero.
Vestía una pantaloneta muy corta que le dejaba ver las piernas largas y
velludas, delgadas como si los huesos estuvieran forrados en piel, y una camisa
de botones. Usaba los mismos tenis largos blancos que parecían de payaso. El
Gordo jugaba en sudadera, de portero, le salía la barriga peluda por debajo de
la chaqueta anaranjada. El Negro cambió las zapatillas Zodia
Empezamos a jugar. No había árbitro.
Los balonazos golpeaban las paredes e iban despedazando los ladrillos sobre las
cabezas del público. El vértigo disparó la adrenalina en nosotros y en los
voyeristas. Un polvo gris y marrón inundó el lugar, nos impedía ver las
esquinas de la cancha.
Nos metieron dos goles pronto. Entramos
perdiendo. Ellos jugaban bien, pero tenían mal estado físico. Se cansaron
rápido. Empatamos el juego con dos goles de Juan Ratón, que jugaba en el medio.
Yo iba adelante, pero me tiraba al costado derecho para distraer a los
defensas. Marcos, sin que nadie lo esperara, pateaba bien la pelota, aunque no
corría mucho. Con la celebración del cuarto gol se le cayeron las gafas. Se
agachó a buscarlas mientras los demás nos abrazábamos. No las veía. El Gordo
las pisó y yo las recogí. Tenían un vidrio quebrado y una pata torcida. Tuvo
que improvisar amarrándolas con una cinta que le pasó Perla desde un muro donde
estaba parada.
Empatados cuatro a cuatro, pasé la
pelota a Diego Velorio y él la metió por entre las piernas del arquero. Eran
arcos pequeñitos que flotaban en la nube de polvo. Empezamos a ganar. Los
jugadores de Escopeta disparaban y anotaban, pero los hobbits llevábamos un gol
de ventaja. No eran capaces de alcanzarnos. Nos dieron durísimas patadas.
Cuando me acerqué al arco, el Gordo me pegó una carga que me hizo traquear las
costillas y caí sobre un montículo de arena. Me dolieron los huesos. Tuve que
levantarme la camisa para ver si no me había roto.
Íbamos nueve a siete, ganando nosotros.
Se oían los gritos en la cancha, pero no se veía la gente. El polvo de
ladrillo, el vapor del juego y el humo de la marihuana nos aprisionaba en
aquella niebla. Escopeta dijo que el que hiciera el último gol se llevaba la
victoria del partido. Respondí que no, ya que teníamos ventaja, pero él
insistió con voz amenazante. Tuve que aceptar. Era tarde y estábamos cansados.
Parecía que no venía otro gol de nuestra parte. Hasta que en el último minuto
El flaco Reyes sacó desde el arco y me la pasó a media cancha. Yo corrí a la
punta derecha e hice un pase rápido a Marcos, que venía desde atrás por el
carril derecho. Este, de un zapatazo, metió el gol que nos
Alzamos las manos de victoria como si
fuera la final de la Copa Libertadores. Fuimos a abrazarnos al círculo central
de la cancha, el único lugar que aún podía verse con claridad. Nuestros rivales
no respiraron, enardecidos al perder ante un equipo pequeño. Sin ver que se
acercaban, nos golpearon por la espalda. Yo sentí un pescozón que me dejó
silbando el oído. Me volteé y era Escopeta dando manotazos. Respondimos. Diego
Velorio y Juan Ratón eran buenos para la pelea. Habían crecido en el campo,
donde todo se solucionaba a golpes. El primer gancho de Diego Velorio hizo
sonar el maxilar de Piña como si estuviera partiend
Atravesé el portón. Salí corriendo para
El Dorado, pero los amigos de Escopeta tenían la calle bloqueada con sus motos
esqueléticas y las luces alógenas prendidas. Tuve que volarme por el potrero
del comando y llegar a Calle Séptima. El polvo de ladrillo nos seguía como si
estuviera vivo. Mis amigos venían detrás. Reconocí algunas camisetas negras.
Cruzamos la calle y paramos taxis diferentes para escapar. Yo me monté en un
carro viejo con Perla, que corría agitada a mi lado.
Tomamos el chivero para Envigado, a la
casa de su tía, doña Margarita Flórez, en el barrio La Paz. Ahí nos podemos
quedar hasta que se calme la calentura, dijo Perla con la mejilla sangrando por
un rasguño.
Doña Margarita nos recibió con
serenidad, a pesar de que nosotros estábamos agitados. Pagó el taxi. Era
medianoche. Nos dio de comer arepa con quesito y huevo. De sobremesa bebimos
chocolate. No hizo preguntas. En el sur del Valle de Aburrá no se pregunta ante
situaciones sospechosas. Perla, de todos modos, le contó la historia sin omitir
ningún detalle. Doña Margarita dijo que nos podíamos quedar por algunos días en
el apartamento del tercer piso. Subimos a una pequeña buhardilla aprovisionada
con una habitación, cocina y baño. Había solo una cama. Tendríamos que dormir
juntos.
Apagué la luz y me contuve para no
tocarla. Ella encendió una lámpara de mesa para limpiarse la herida con agua de
rosas. Usaba una bata blanca que le dejaba entrever unos pezones oscuros como
ciruelas. Me pasó una guitarra vieja de la tía y me pidió que jugáramos a adivinar canciones. Yo sugerí una
melodía. El que acertara, pedía que el otro le cumpliera un deseo. Yo toqué The House of the rising sun. Ella
adivinó el comienzo. Quiso que me quitara la camisa.
Perla
cantaba bien, aunque a destiempo. Tarareó una melodía que no pude identificar y
en su sonrisa parecían crecerle los dientes. Era difícil adivinar que proponía High hopes de Pink Floyd. Ganó de nuevo.
Me pidió que me quitara el pantalón. Le puse la tarea más difícil. Arpegié Good Feeling de Jimi Hendryx. No acertó
en dos intentos y le pedí lo mismo. Se quitó la bata. No llevaba sostén debajo.
Vi sus senos abultados y jugosos. Las aureolas duras y morenas. Luego cantó una
melodía de Soda Stereo que adiviné a la primera. No le dije cuál era mi deseo,
ella lo sabía. Dejé la guitarra al lado y me abalancé sobre su piel que ya
estaba húmeda de vino.
Después de hacer el amor a través de
unos músculos lastimados por la pelea y unos rostros con magulladuras, nos
acostamos a mirar el techo, con la luz amarilla de la lámpara de mesa
encendida. Vimos que una telaraña había atrapado a una mosca. Esperando a que
la devorara, me dijo Perla: ¿Qué será de los muchachos? ¿Qué será de Marcos?
Tres días después llamó mi madre. Dijo
que Escopeta fue a buscarme a casa. Mandaron a decir que volviéramos a La
Estrella. La noticia era sospechosa. La Mafia, aquella señora que gobernaba el
pueblo cubierta con un velo y desde dentro de un carro de vidrios polarizados,
advirtió que si se rompía el pacto de paz, Escopeta y sus amigos serían
responsables y tendrían que pagar. Recordé que La Estrella estaba gobernada por
fuerzas invisibles, más allá de la policía y del alcalde. Escopeta era un
eslabón inferior en la cadena.
Al cuarto día regresamos a La Estrella.
Nos bajamos del taxi viejo, un Dodge modelo 67 azul con la capota plateada. Me
temblaban las piernas. Agarré a Perla de la mano. Como si ya lo supieran, los
bandidos esperaban en la esquina de la casa. Escopeta me saludó levantando una
ceja hinchada y moviendo la cabeza. Se marchó con un andar encorvado y la
visera de la gorra tapándole los ojos.
Al día siguiente, Diego Velorio y El
flaco Reyes regresaron al pueblo. Agacharon la cabeza al mirar a Perla. Marcos
no regresó nunca. No logró escapar de la nube de humo y polvo y correr junto a
nosotros. Se le cayeron las gafas saliendo de La Placa y su fantasma se subió
en el carro equivocado, uno de vidrios negros, donde aquella mujer llamada La
Mafia lo recibía sedienta.
* Juan Esteban Londoño (Medellín, 1982). Poeta, narrador y ensayista. Es profesor de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Ha sido docente de filosofía en la Universidad de Antioquia y coordinó durante varios años el Semillero de estética, poética y hermenéutica de la Universidad Católica Luis Amigó. Doctor en teología de la Universidad de Hamburgo (Alemania), Magister en filosofía de la Universidad de Antioquia (Colombia) y Magister en ciencias bíblicas de la Universidad Bíblica Latinoamericana (Costa Rica). Ha publicado la novela Evangelio de arena (Colombia, 2018; Costa Rica, 2025) y los poemarios El país de las palabras rotas (edición bilingüe español-inglés, Nueva York, 2019), Oráculos de Jezabel (Colombia, 2022), con el cual fue ganador del estímulo de creación del Ministerio de Cultura de Colombia, Los nombres de los árboles antiguos (Colombia, 2025) y El murmullo de las hojas (Colombia, 2025). Entre sus libros de ensayo se encuentran Hugo Mujica: el pensar de un poeta en la poesía de un pensador (Argentina, 2018) y La crucifixión en la literatura latinoamericana contemporánea: Hugo Mujica, Raúl Zurita y Pablo Montoya (Alemania, 2020). El cuentos aparece por primera vez en El murmullo de las hojas.