En la mirada de mi esposa hay una tristeza hostil. Sus ojos color almendra refulgen fijamente como una flecha tensada por el arco. Temo que la angustia nos arrebate la poca humanidad que nos queda. Todo comenzó el día en que ella se quedó sin empleo en el bufete. Preocupada por el futuro, se culpaba por no haber previsto el recorte de personal. Prometí que saldríamos de esto y que nuestra felicidad bastaba con amarnos, sin prestar atención a las dificultades.
Días después, me llamó el decano de la facultad para decirme que mi cátedra de literatura había sido ocupada por alguien: mayor experiencia, mejor hoja de vida. Cinco años en la Universidad Salesiana de Bogotá arrojados a la basura. De la preocupación, mi esposa pasó al reproche. Bigotón, un tierno schnauzer que adoptamos recién llegados a nuestro apartamento, ladraba alegre, absorto, compañero fiel e inocente; incapaz de percatarse de la ausencia de sus galletas preferidas.
Pasaron los días, las semanas y en el calendario tachamos algunos meses. Los amigos nos dieron la espalda y nuestros padres pontificaron sobre el matrimonio, pero sus oídos ensordecieron cuando les pedimos dinero prestado. Nos cansamos de tocar puertas, de visitar las páginas web de empleo y de asistir a entrevistas que siempre finalizaban con la estúpida frase: “No nos llame, nosotros lo llamamos”. Fueron amables al principio los bancos, después fueron las llamadas hostiles y las amenazas judiciales. Nos resignamos a no contestar los teléfonos, antes de que tuviéramos que venderlos a un precio irrisorio. Bigotón movía felizmente su cola a pesar del cambio de dieta a dos croquetas al día.
Con las facturas, papelería inútil que crispaba los nervios de mi esposa, me fui haciendo a la idea de llevar una vida más austera. Se acabó el whisky bourbon, la cerveza alemana, el jamón serrano y el queso de búfala. La exquisita ropa de mi esposa, géneros, linos, tafetanes y terlenkas de distintas marcas exclusivas, se invirtió en comida enlatada cuya calidad, y cantidad, era cada vez peor. Ni pensar en los servicios del peluquero, el psicólogo, el veterinario de nuestro perrito. Él batía incesante su cola en un intento inútil de aliviar los problemas.
Tras empeñar el último mueble, el vacío se apoderó del apartamento dotando al sonido de un eco estentóreo. Como monjes comíamos el alimento sentados en el suelo y dábamos nuestras sobras a Bigotón. Demacrado mordía y lamía el plato, deseoso, como nosotros, de que la porcelana se pudiera comer. Y con el vacío llegaron las discusiones. Mi paciencia menguó al punto de que el amor que profesaba a mi esposa se tiñó de duda. Bien decía mi padre que el conflicto matrimonial le teme a la abundancia. Él, que pasó por dos terribles divorcios que lo llevaron a la quiebra y casi lo llevan a la locura.
Teníamos más deudas que comida en la nevera. Un día nos cortaron el agua, otro día el teléfono y otro día el gas. El hambre hacía venia al vacío y por el vacío mi esposa enfermó. El poco dinero que quedaba en mis bolsillos lo invertí en sus medicinas. El perro ladraba desesperado por el hambre, desesperándome a mí también. Las horas del día trascurrieron pesadas; oía ladridos a cada instante, mi esposa ardía en fiebre y nuestras tripas gruñían sin sosiego.
Entonces la noche se hizo presente.
Ella imploraba por comida. Al intentar encender el bombillo de nuestra habitación llegó la última tragedia: nos habían cortado la luz. Los ladridos de Bigotón me tenían harto y el delirio febril hizo que mi esposa gritara cosas terribles. Mi raciocinio perturbado, la locura que produce el hambre y el cansancio, determinaron una decisión monstruosa.
Primero reuní todas las tarjetas de crédito, todas las cartas de los abogados y todas las facturas. Apiladas en una montaña de considerable tamaño, las encendí con los últimos dos fósforos que encontré en la cocina. La hoguera iluminó la sala, mientras el famélico perro empezó a chillar como las cuerdas desafinadas de un violín.
Lo siguiente que hice, sin remordimiento alguno, me hizo ignorar el tiempo. En mi memoria persiste un crujido, un silencio sepulcral y una labor difícil. Llamé a mi esposa a comer. Pálida y desorientada se sentó conmigo alrededor de la lumbre. No pidió explicaciones ni hubo discusión. Tomó el caldo que le preparé con mi cariño trastocado, sus dientes destrozaron sin piedad la carne. Los huesos quedaron limpios en el plato.
Ahora, tras la placidez que da la llenura, me mira. Sus ojos almendrados y tristes comprenden la locura, el salvajismo en los que hemos caído. Prefiero pensar en esa mirada de fulgor y no en el hambre que aún me acosa; en el olor putrefacto que habita cada rincón de nuestro hogar. A veces oigo ladridos, otras veces creo que son simples sollozos. Por momentos siento que ella ya no está conmigo y que lo que resuena en mi interior son solo los ecos de su ausencia. Mientras tanto el hambre no cede y, no sé por qué, pero por algún motivo no soy capaz de levantarme y largarme de este cascarón de apartamento que me parece cada vez más etéreo, tan ajeno a mí y a lo que hacía unos meses consideraba mi refugio y mi felicidad. Pobre Bigotón, cuánto lo voy a extrañar…
*Andrés F. Torres Cortés. Bibliotecólogo. Reside en Bogotá. Ha publicado algunos microcuentos en el espacio literario “La esquina delirante” del periódico El espectador. Entre sus autores favoritos están: Mariana Enríquez, Fernando Vallejo, Umberto Eco, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Marguerite Yourcenar, William Ospina, entre otros.