Para
los estimados lectores que no me conocen solo diré que, aunque Esteja
atravesando serias dificultades económicas, tengo un pasado limpio y hasta
cierto punto virtuoso. Nacido en un pequeño pueblo del interior del país e hijo
de padres totalmente ausentes, sin embargo, no adquirí ninguna adicción ni
trauma infantil que me convirtiera en un individuo complejo y antisocial.
Criado
suelto en las calles, no me dejé contaminar por la moral imperante en ese inframundo
en el que viví durante mucho tiempo, conviviendo con la élite de la chusma y la
chusma de la élite, ambos formando parte de la misma escoria municipal.
Autodidacta, aprendí a leer por mi
cuenta, utilizando como cartilla, viejos manuales de electrodomésticos que
encontré tirados en las papeleras, en el empaque de caramelos, chicles y en
revistas de las Selecciones Gozadores (muy conocidas por los jóvenes de mi
infancia).
Filósofo por naturaleza, siempre
me ha preocupado el origen de las injusticias y desigualdades humanas; por eso,
después de llegar a cierta edad, comencé a sospechar que algo malo pasaba en mi
breve existencia, haciendo que todos los emprendimientos en los que participaba
se volvieran desastrosos.
Aunque fui patrocinado por el jefe de la
pandilla local y era responsable de algunas misiones pequeñas y bien pagadas,
nunca pude emprender una carrera en el crimen. Parece que algo sobrenatural
conspiraba contra mi éxito profesional.
También en el campo afectivo nunca
he tenido suerte, porque la mayoría de las chicas con las que salí se quedaban
embarazadas desde la primera vez. Sin recursos económicos que me permitieran
asumir la paternidad de tantos hijos, la única solución que encontré fue
trasladarme a la capital de la provincia, donde, totalmente desconocido, por
fin pudiera buscar mi destino y, quién sabe, esconderme, en el medio de la
enorme población que vivía y transitaba allí, de esa eventual Entidad Maligna
que insistía en entrometerse en mi camino, con el objetivo de perjudicar mis
diversos negocios e innumerables empresas, casi todas al margen de la ley.
Entonces,
en una hermosa mañana soleada, tomé el autobús que me llevaría a la capital de la
provincia, donde tenía la intención de vivir y tener éxito. No mencionaré mi
nombre real para evitar que muchos lectores, después de leer el contenido de
estas páginas, busquen contacto con mis familiares para felicitarlos por
haberme echado para fuera de casa.
Entonces, desembarcando en la estación
de autobuses, me dirigí directamente a un pequeño hotel cercano, donde, después
de instalarme, salí para descubrir y estudiar los secretos de esa gran ciudad
llamada Rio de Janeiro. Al día siguiente, decidí conseguir un trabajo, no
importa qué, porque necesitaba sobrevivir.
Como siempre había sido dotado de una
relación fácil y también ser muy cautivador en el habla, em los gestos y en el
vestirme, me puse a mí mismo a disposición del director del hotel para llevar
invitados a la casa, desde el desembarco em la estación de autobuses. Ese mismo
día llevé a más de diez inmigrantes del noreste al pequeño hotel. En unos meses
viví con bastante tranquilidad, teniendo ya los recursos suficientes para salir
de ese pequeño hotel y mudarme a un apartamento de una habitación, en un barrio
cercano.
Em ese nuevo lugar viví unos años felices,
incluso asumiendo el rol de superintendente del edificio. En este rol, mis
activos aumentaron significativamente; ya que, sin que yo lo pidiera, los
proveedores de bienes y servicios para el edificio me estaban colmando de
obsequios y bonificaciones económicas, siempre que, por supuesto, no tratase de
inmiscuirme en los precios que cobraban por los servicios o productos que brindaban
y que, simplemente, firmase las facturas acreditando que los productos habían
sido entregados y los servicios prestados. Entre paréntesis, me gustaría
destacar la preocupación constante que siempre he tenido con mis vecinos. Muy
religioso, nunca dejé de depositar una moneda de diez centavos en los altares
de las iglesias a las que asistía y de arrojar un caramelo de menta en el
sombrero de cada mendigo que encontraba en las calles.
A todas las horas del día siempre estaba
dispuesto a ayudar a cualquiera que se acercara a mí, dándole una palabra de
cariño y aliento, antes de irme. En todas las ocasiones en que venía alguien
necesitado a pedirme algo, siempre tuve la compasión de derivarlo a la persona
más cercana a mí, pidiéndole a esa persona que lo atendiera de la mejor manera
posible, mientras yo me retiraba a mis complejas tareas.
Así, no podía entender cómo siempre
me salían mal las cosas, cada vez que me atrevía a un vuelo alto o a un empeño
más atrevido. Si mis estimados lectores no lo creen, pueden ver, a través de
las siguientes páginas, que tuve iniciativa de escribir en cuanto ocurrieron
los hechos, en un rollo de papel higiénico que siempre llevo conmigo,
demostrando con ello mi inequívoca vocación de escritor, como ha sido mi vida
diaria durante los últimos años.
Solo habían pasado diez minutos desde
que entré en la cola de embarque para un vuelo corto en el Puente Aérea Rio X
São Paulo, cuando me agaché para jugar con mi maleta y las gafas que llevaba y
que estaban un poco flojas se cayeron al piso, rompiendo las lentes.
Como he tenido miopía desde que era un
niño, las lentes eran el fondo de una botella real y, sin ellas, no podía ver
casi nada. Tomando la montura sin las lentes y guardándola en el bolsillo de mi
camisa, no supe qué hacer durante unos minutos. Finalmente comencé a buscar
alguno posible conocido en la cola, que pudiera ayudarme durante el embarque en
Río y el desembarco en São Paulo.
Cuando miré a unas personas que
estaban en la cola detrás de mí, viendo, aunque de manera borrosa, si reconocía
alguien, escuché, viniendo de no sé de dónde, una voz femenina que decía: -
Mira para allá, Maricarmen, ese tipo con características de pervertido no te
quita los ojos de encima!
Fingí no escuchar ese comentario,
volví la cara hacia el mostrador y esperé a que la cola se moviera. Poco tiempo
después llegué al servicio de la aerolínea. Le informé al joven asistente que
mis lentes se habían roto y que no podía ver casi nada. Ella proporcionó una
silla de ruedas en la que me llevaron a la puerta del avión.
Aproximadamente diez minutos después
del despegue, unos cólicos, presagiando un enorme 'Tsunami' intestinal,
indicaban que necesitaba urgentemente ir al baño. Después de un poco de
esfuerzo y mucha vergüenza por parte de los otros dos pasajeros, que tuvieron
que levantarse para darme paso después que pisé sus pies, continué tanteando
todo el camino hasta el final del pasillo, donde, al ver una puerta
entreabierta, corrí adentro, desabrochándome el cinturón y bajándome los
pantalones.
Inmediatamente escuché gritos enojados
y noté que el copiloto se levantaba de su asiento para sacarme de la cabina de
vuelo. Por suerte, en la parte delantera del avión, justo al lado de la cabina,
había un baño donde él, empujándome hacia adentro, cerró la puerta.
Era el momento de volver a bajar los
pantalones y la ropa interior. Apenas tuve tiempo de sentarme. La cantidad era
tan grande que casi se derrama. En la urgencia de ese momento terminé
ensuciando parte de mis pantalones y camisa.
Al intentar descargar, descubrí que no
funcionaba. Al buscar papel higiénico, descubrí que no había ninguno. El
recurso fue usar ropa interior para la higiene personal, durante la cual
terminé ensuciándome las dos manos, porque el espacio era muy estrecho.
Llevaba allí unos minutos cuando
alguien llamó a la puerta. Poco después, volvieron a golpear más fuerte y luego
otra vez, más fuerte. Alguien tan necesitado como yo estaba afuera, con ganas
de entrar.
Mientras me preparaba para salir,
abriendo el grifo para lavarme las manos y tratando de lavar los pantalones y
la camisa que se habían ensuciado, descubrí, preso del pánico, que no había
agua en el grifo.
Desesperado, no sabía qué hacer en
ese momento. Imaginé que al abrir la puerta, ese mal olor penetraría
rápidamente en el interior de toda la aeronave, contaminando alimentos y
bebidas; incluso podría entrar por debajo de la puerta de la cabina e
representar un riesgo de que ese avión se caiga, quizás por la necesidad de los
pilotos salieren de la cabina por el mal olor, dejándola vacía y el avión sin mando. Mientras tanto, en el
baño, seguía escuchando a lo que tocaba la puerta, cada vez más fuerte.
En cierto momento, vencido por una
sensación de claustrofobia incontrolable, me puse los pantalones, dejando
afuera la camisa sucia, agarré la ropa interior sucia con la mano, abrí la
puerta del baño de una vez y, girando la ropa interior sucia, con la mano,
sobre mi cabeza, entré al pasillo, seguido de cerca por ese insoportable olor
fétido, saltando y gritando repetidamente el siguiente estribillo: - ¡Ja, estoy
loco!
Pronto me sentí abrumado por algunos
pasajeros y auxiliares de vuelo, cuyos rasgos, contraídos, mostraban un odio
extremo hacia mí o que contenían la respiración debido a algún olor muy fuerte
y aún recuerdo, perfectamente lúcido, de haber sentido un pinchazo de inyección
en el brazo antes de desmayarme por completo.
En el hospital psiquiátrico donde me
encontré, poco después, ubicado en las afueras de la ciudad de São Paulo,
repetí, en varias ocasiones y para varios médicos diferentes, la triste
historia que les conté a los queridos lectores y que se me ocurrió em ese
fatídico día en que decidí visitar a algunos familiares en São Paulo. Al
parecer, los médicos no creyeron nada de lo que dije; porque me dejaron allí
casi seis meses sin que me dieran el alta. Finalmente, habiendo logrado escapar
sin ser notado de ese hospital psiquiátrico y regresar a mi provincia de
origen, en un bus para evitar el riesgo de nuevos viajes aéreos, un día decidí
ir al centro de la ciudad a pagar una factura de luz.
Ese sería un día cualquiera en mi
vida, como cualquier otro, si no fuera por mi deplorable e irresistible hábito
de querer siempre ser útil y ayudar a los demás, involucrándome a veces, sin
que me llamen, en la vida de personas que no conozco del todo.
Cuando observé a una anciana delgada
que arrastraba una pesada maleta e intentaba cruzar una calle muy transitada
del vecindario, inmediatamente me ofrecí a ayudarla. Aunque ella insistió mucho
en no querer dejar la maleta, tomé el pesado volumen de su mano y, tomándola
del brazo, comencé a cruzar esa arteria agitada. La maleta era muy pesada y una
señora pobre, como ella, tendría dificultades para llevar ese peso. Entonces,
incluso en contra de la voluntad de la anciana, me ofrecí a llevar la pesada
maleta a su destino final.
La señora entonces me dio una dirección
que estaba en una parte pobre de la ciudad, un lugar desierto y poco
frecuentado. Debido a la hora tardía, decidí tomar un taxi. Durante el viaje
dijo poco, solo dijo que estaba haciendo algunos pequeños trabajos para su
hijo, que era el gerente de una empresa cuyo nombre, en ese momento, no
recordaba.
Al llegar al destino al anochecer, caminé
a través de callejones estrechos y malolientes hasta la dirección proporcionada.
Era una casa vieja que se derrumbaba, donde, en el piso superior, había una luz
tenue y parpadeante. Con la maleta a la espalda, jadeando, subí dos tramos de
escaleras precedido por la anciana.
Al llegar al final de las escaleras, un
pasillo oscuro conducía a una única puerta cerrada. La señora dio tres golpes
cortos y tres largos y se abrió la puerta. Al entrar en la habitación
tenuemente iluminada, con la pesada maleta sobre mis hombros, me tomó unos
segundos familiarizarme con el entorno en la penumbra. Cuando mis ojos se
aclimataron pude ver algunos colchones viejos tirados en el piso, botellas
esparcidas, balanzas, bolsas plásticas y, principalmente, cuatro individuos mal
vestidos y de mal aspecto, portando rifles y varias armas de pequeño calibre,
mirándome directamente como tigres salvajes.
Uno de ellos, volviéndose hacia la
anciana, preguntó: - Mamá, ¿Quién es este tonto con cara de idiota?
La anciana respondió con los ojos fijos
em el suelo: - Hice todo lo posible para evitar que viniera; pero, el
infortunado insistió en todos los sentidos que quería llevar mi vieja maleta!
El tipo se me acercó y, apuntándome con
una pistola en la cabeza, me dijo que me quitara la camisa y los pantalones,
dejándome solo en ropa interior y zapatos.
La señora entonces comenzó a abrir la
maleta y pude ver que estaba llena de paquetes de marihuana y cocaína. Después
de sacar todo el contenido, le dijo a su hijo que en su casa todavía tenía dos
bolsas llenas, que llevaría en los próximos días.
Mirándome a los ojos, con mirada fría y
asesina, el jefe (o gerente, como decía la anciana) dijo: - ¿Quieres trabajar
para nosotros, trayendo las maletas? Mi madre ya es muy mayor y tiene
dificultades para soportar todo este peso; pero con ustedes haciendo el
servicio, juntos podemos mover mucha más mercadería!
En esa situación en la que me
encontraba, solo en ropa interior y sentado en el piso frío, solo tenía dos
alternativas: decir que no y morir allí, en el acto, o decir que sí y ganar unos
minutos más de vida; por lo tanto, dije que sí. Verán, queridos lectores, en
una ciudad con millones de habitantes, fui elegido por el destino para entrar
en esta quiniella del crimen. ¿Está de acuerdo conmigo en que, según la teoría
de la probabilidad, mis posibilidades de ganar en esta lotería criminal eran
escasas, pero aun así, gané el primer premio? Esta podría ser solo una de esas
trampas puestas por la Entidad Superior, que vigilaba mis pasos, para retrasar
mi progreso material y mi desarrollo espiritual.
Al ver la factura de la luz que llevaba
en el bolsillo del pantalón, el jefe dijo:
-
¡Entonces, usted es fulano de tal, que vive en 120 Rua das Esmeraldas!
- Fulano
de tal, recibirás mil dólares por cada maleta que traigas con mi madre, que
siempre vendrá contigo para no despertar sospechas! Si engañas, traicionas,
denuncia o huyes, ¡muere! ¡Te cortarán la cabeza y tus miembros se esparcirán
por las calles del barrio, para que los perros se alimenten y las ratas pasen
por encima!
Todavía sentado en el suelo, sin ropa,
miré a mi nuevo jefe y, pensando en todo lo que decía, le respondí: - ¡Gracias,
Excelencia, realmente necesitaba ayuda económica! Tenga la seguridad de que
acompañaré a su madre e incluso haré compañía a la anciana en mi tiempo libre; porque
esta ciudad está llena de criminales y nunca sabemos cuándo podrán atacar a una
anciana!
Después de sellar nuestro pacto, me
agradeció por proteger a su madre de la difícil situación de posibles bandidos
y, a partir de entonces, dos o tres veces por semana, la anciana y yo íbamos
juntos al infortunado inmueble, donde dejaba la maleta y recibía los mil
dólares.
A veces, en el camino, pensaba en
empujar a la anciana frente a un autobús, o incluso en dejar mi maleta y salir
corriendo; pero, la advertencia del cacique aún resonaba en mis oídos: -
"Te cortarán la cabeza y esparcirán tus miembros por las calles del
barrio, para que los perros"...
Finalmente, cuando ya había recogido
una buena ración, decidí poner fin a ese tormento: lo abandonaría todo e iría a
São Paulo. Quizás mi ausencia en ese hospital psiquiátrico aún no se había
notado y podría regresar tranquilamente a mi antigua habitación y esconderme
bajo las mantas. Quizás llegaría justo a tiempo para cenar e incluso podría
disfrutar de una sopa caliente.
Entonces, en mi último viaje con la
anciana, cuando quiso ir al baño de una cafetería, aproveché la oportunidad y,
tomando un taxi con la maleta grande, me dirigí a la estación de autobuses,
donde abordé el primer autobús hacia São Paulo. Por si acaso, si no hubiera
vacantes en el hospital donde fue hospitalizado, pensé en comprar mi
jubilación, definitivamente, con el contenido de esa pesada maleta...
Después de desembarcar, me detuve unos
momentos para pedirle a un portero información sobre cómo llegar a mi antiguo
hospital. Después de escuchar sus explicaciones detalladas sobre la línea de
metro que debía abordar y las conexiones que se suponía que debía hacer, me
volví para recoger la maleta que había dejado a mi lado y seguir adelante. Ella
simplemente ya no estaba mas allí. Se había ido. Miré por todas partes, miré
todas las maletas que vi, registré todos los rincones. Nada. Habían robado la
maleta. Desesperado, seguí caminando sin rumbo fijo por las calles de esa
antigua capital.
Después de una larga caminata, me
detuve debajo de un viaducto donde unos mendigos cocinaban algo para comer.
Sentado junto a ellos para descansar, me invitaron a participar en esa modesta
comida. Como no había comido nada, acepté con gusto la comida que me
ofrecieron. En conversación supe que eran del interior y que, habiendo llegado
a la capital en busca de ocupación, después de estar meses sin trabajo decidieron
vivir en la calle, mendigando. Añoraban los tiempos en que vivían en su ciudad
natal. Según dijeron, de donde venían las mujeres eran hermosas, las aguas eran
puras y los bosques eran verdes. Mientras escuchaba lo que decían, en mi mente
se estaba formando una imagen de lo que podría ser el paraíso terrenal mismo.
Escuché el nombre de la pequeña ciudad de ellos, me despedí con gratitud y
seguí adelante.
Caminando sin rumbo fijo, fui
llevado por la Providencia Divina, al costado de una carretera que conduce al
interior. Allí, acercándome a un camión parado, el conductor me pidió que lo
ayudara a cambiar una llanta pinchada. Cuando terminó el servicio, me preguntó
adónde iba. Le di el nombre de la pequeña ciudad, la patria de los mendigos que
había conocido y, por una gran coincidencia, el camionero se dirigía hacia
allí. Yo me preguntaba ¿qué podría haber detrás de tal coincidencia? ¿Sería la
Entidad malvada otra vez, tratando de armarme otra trampa? Sospechoso, me senté
a su lado en la cabaña y nos quedamos en silencio, hacia mi pequeño Eldorado.
Después de seis horas de conducción, entramos en un pueblo pequeño y
polvoriento, con una calle transversal y dos calles paralelas. Parándose frente
a cierto cobertizo, saltó y dijo: - ¡Ahí, estamos, llegamos!
El cobertizo estaba abarrotado de
mercancías, principalmente con pilas de cajas de dispositivos electrónicos.
Llamándome a un rincón, me confió que transportaba carga robada a ese almacén
lejano, de donde, poco a poco, iba sacando cajas y vendiendo a comerciantes
deshonestos en varias ciudades y la capital. Propuso que se quedara con él en
sus viajes, ayudándolo a cargar y descargar la mercadería.
Como había venido allí en
busca de paz y tranquilidad, me negué con gratitud y fui a alojarme en el pequeño
y único hotel de la zona.
Habiéndome instalado allí,
después de darme una ducha, salí a reconocer ese pequeño pueblo. En un edificio
antiguo, que parecía una escuela abandonada, me encontré con una multitud de
personas con camisas rojas y bufandas del mismo color alrededor del cuello.
Pertenecían al Movimiento de Campesinos Sin Semillas - MCSS.
Como
vestía camisa roja, mi barba era larga y mi cabello bastante grande, no notaron
mi entrada a la habitación y, buscando una silla vacía, me senté a escuchar lo
que decían. El individuo que estaba hablando dijo que debían unirse para
invadir algunas propiedades agrícolas de la zona, pero que, para ello,
necesitaban un líder con coraje, determinación, y que no debía asustarse ante
esos hacendados que explotaban a los campesinos pobres del pequeño municipio.
Al ver que el asunto no me interesaba, ni me preocupaba, me levanté para irme,
precisamente en el momento en que él preguntaba a los presentes si alguno se
ofrecía para liderar las ocupaciones. Todos me miraron cuando me levanté y,
agarrándome de los brazos y las piernas, me llevaron triunfalmente por las
polvorientas calles de ese pueblo, entonando una canción de guerra cuya letra
no entendía del todo, pero donde había un estribillo que decía: - “Los
campesinos unidos, nunca serán derrotados ”!
En una marcha compacta conmigo a
hombros, caminaron hacia una de las fincas que pretendían invadir. Después de
la invasión sin resistencia, un grupo acampó allí y el resto, conmigo a
hombros, se fue a otra propiedad. Al final del día, cinco granjas habían sido
invadidas. Sentado en la gran galería de la última, sosteniendo un puro que me
habían regalado y una copa de cachaça, fui visitado por el alcalde y los
campesinos de la zona. Muy humildes, pidieron a mis tropas que abandonaran las
propiedades invadidas y me ofrecieron, en privado, una cierta cantidad de
dinero que se entregaría donde y cuando yo decidiera. Afirmando que pensaría en
la oferta y que daría una respuesta al día siguiente, me retiré a una
habitación aislada, donde pude pensar qué haría a continuación, para salir de
esa situación inusual. Ved, de nuevo, queridos lectores, cómo el destino me
jugó una mala pasada tras otra. En realidad, solo podía significar que alguna
Entidad superior me había elegido para ser el objetivo de sus malvados juegos.
Solo, en esa habitación, llegué a la conclusión de que mi única salida sería
escapar durante la noche. Hice vaciar la bodega de la granja, distribuyendo
brandy a todos. En las primeras horas de la mañana, con todos dormidos
borrachos, salí a la carretera y corrí, sin parar, en una dirección que me
parecía segura.
Alrededor
del mediodía llegué a una pequeña comunidad donde había una iglesia con las
puertas abiertas. Como estaba muy soleado, entré a la iglesia y me senté en uno
de los varios bancos vacíos. Después de correr durante varias horas, me
encontraba cansado, deshidratado y hambriento. Me recosté en el banco, sudado,
y noté que me temblaba la boca; quizás debido a la deshidratación, la tensión y
el cansancio extremo.
Por el rabillo del ojo vi que se
acercaba un sacerdote. Se dirigió a mí con voz suave y amable, diciendo: -
¡Hijo mío! ¡Desde lejos pude ver tu boca y vi que estabas rezando! ¡Ya te
incluiré en el grupo de oraciones a las quince y dieciocho horas! ¡Veo, por tu
estado físico, que también ayunas y te voy a poner en el grupo de ayuno
temprano en la mañana!
No dije nada y permanecí sentado
hasta que me recuperé. Habiéndose retirado el cura de la iglesia, comencé a
caminar por su local, buscando una salida lateral para desaparecer sin ser
notado. En un cuartito encontré una sotana usada, que pretendía meter en una
bolsa, por si hacía falta algún disfraz para salir de esa región rural donde
había sido líder campesino, sin que mi ejército de sin semillas se diera
cuenta. Cuando me probé la sotana, de repente, se abrió la puerta de la
habitación y una señora de unos cuarenta años, bien vestida, hermosa y con un
cuerpo hermoso, me preguntó por el Padre Amaro. Informada por mí de que se
había ido de la iglesia, me dijo: - ¡Ven! ¡Sírvete, porque quiero confesar
ahora!
Totalmente tímido, fui al
confesionario, donde entré, me senté y le dije, casi sin voz: - Bueno, hija
mía, ¡puedes empezar!
Lo que escuché de esos hermosos
labios, la sana moral y las buenas costumbres me impiden repetir a los
estimados lectores, habiéndome prometido, aun sin haber recibido las órdenes
monásticas o eclesiásticas, que sobre todo lo que esa hermosa mujer me confesó
mantendría el secreto más completo para siempre. La absolví de esos pecados -
buscando por los agujeros del confesionario el movimiento de sus hermosos
pechos, que se agitaron mientras jadeaba ante mis palabras - no sin antes
indicar una leve penitencia, que la satisfizo; sin embargo, un poco sospechoso.
Me preguntó si era nuevo en la parroquia y dijo que, a partir de entonces, me
quería confesar siempre, un sacerdote joven y mucho más humano y comprensivo
con los errores de una joven, que el viejo Padre Amaro. Dicho esto, se levantó
para ir a hacer su penitencia y pude ver su cuerpo bien formado, sus piernas gruesas
y su andar hermoso.
Al
observar, desde el interior de la iglesia, a varios individuos con camisetas
rojas circulando por la calle, decidí quedarme con la sotana que llevaba y
alejarme lo más rápido posible de ese lugar. A escondidas, subí sigilosamente
por un sendero estrecho que me llevó hasta la orilla de un arroyo, donde me
detuve para refrescarme.
Poco después vi llegar al lugar un
arriero, llevando cinco burros cargados. El chico me saludó tomando la
bendición y besándome la mano, ya que estaba vestido con la sotana del
sacerdote. Luego llevó a los animales a beber. Hecho eso, me preguntó adónde
iba. Le dije que no tenía un destino correcto; porque mi camino era el de las
almas perdidas y sufrientes y, por tanto, cualquier camino me servía. Me invitó
a ir con él, haciéndonos compañía.
Ese simple arriero resultó ser un
profundo conocedor de la naturaleza humana y, con él, aprendí mucho en el largo
viaje que hemos emprendido en busca de nuestros destinos.
Después de contarle, durante el viaje,
las desgracias por las que había pasado, él, con su voz tranquila y un
cigarrillo de paja en la comisura de la boca, me dijo: - Estas cosas siempre se
te ocurren porque tu principal preocupación, hasta entonces, ha estado tratando
de ayudar a otros, sin saber cómo hacerlo. En cambio primero debe buscar
ayudarse a sí mismo y aprender más, y luego pensar en ayudar a los demás.
Durante varios días estuvimos charlando
juntos. Finalmente, llegamos a una gran ciudad donde iba a entregar a un
diputado de Estado, el cargamento que traía en esas mulas y que fueron
obtenidos en un prospecto particular, en el interior del estado, explotado
ilegalmente por el diputado. Solo entonces supe que eran bolsas que contenían
un mineral noble, conocido como niobio, que el diputado enviaba al exterior por
canales secretos que solo él conocía. Ese material, puro y de altísimo valor en
el mercado internacional, solo existía en nuestro país, según el diputado, y
estaba destinado a la industria aeroespacial mundial. El diputado lo había
estado pasando de contrabando durante casi diez años y había construido todo su
imperio con bolsas cargadas con niobio puro.
El político, al ser presentado por el
tropeiro, inmediatamente simpatizó conmigo y, sabiendo a través de su empleado
que yo predicaba a las masas no asistidas, me ofreció una habitación en la
parte trasera de su mansión, diciendo que yo podría ser de mucha utilidad en la
campaña electoral que comenzara em aquel año. Necesitaba a alguien que
reafirmara, para las masas pobres e ignorantes, la naturaleza divina de su
mandato y que brindara asistencia religiosa y social a los votantes que vivían
en sus áreas de influencia política.
Mi trabajo sería reafirmar el apoyo
divino para su carrera en la cámara, distribuir algo de dinero a los más
necesitados y decirles a todos que el Creador estaba vigilando esa comunidad y
que tenía la intención de transformar esa región en un verdadero paraíso
terrenal. Tendría que convencerlos de que, después de la reelección del
diputado, todo vendría en abundancia para sus votantes: comida, bebida,
entretenimiento, vivienda, transporte gratuito, salud, seguridad, etc.
A cambio de mi ayuda, me dejaría vivir
gratis en una habitación en la parte trasera de su mansión, me proporcionaría
comidas y me colocaría como su asesor parlamentario. La mitad del sueldo que
iba a recibir, a partir de ese momento, quería que yo se lo entregaba a el directamente,
porque, dijo, ayudaba con ese dinero a varios orfanatos y guarderías locales.
Sin un centavo en el bolsillo, sin ningún lugar a donde ir y reviviendo las
sabias palabras del tropeiro (primero debería ayudarme y aprender más...),
acepté la oferta que me hizo, sin ninguna reticencia. Dormí como una piedra esa
noche. A la mañana siguiente, conducido por un chofer particular, me dirigí a
la comunidad donde el político ejercía su influencia política, para realizar mi
nuevo trabajo de carácter religioso y social.
Esa
comunidad era idéntica a cualquier favela de Río de Janeiro. Solo, en la
entrada de la comunidad seguí caminando con aire beatificado, haciendo la señal
de la cruz con la mano como recordaba haber visto al Papa una vez cuando
visitaba una favela en Río de Janeiro.
Después de caminar unos veinte minutos
moviendo la cabeza, sonriendo con indulgencia y dando bendiciones a los
residentes, me rodearon varios individuos armados con rifles. Al encontrarme firmemente
imbuido de esos nuevos encargos eclesiásticos que había aceptado, pensé para
mí:
-
¡Mira, es solo el diablo y su ejército de demonios los que intentan detener la
propagación de la palabra de Dios!
- ¡
Vade Retro Satán! - exclamé en voz baja, para que no me escucharan.
Los hombres querían saber lo qué yo hacía
allí y, tras mencionar que trabajaba para el diputado, me soltaron con unos
abrazos y palmaditas en la espalda. Con eso pude, desde entonces, caminar
libremente por esa comunidad.
Los niños corrían a mi alrededor,
ciertamente, esperando algunas monedas que yo todavía no tenía. Las mujeres
peleaban entre ellas, gritando insultos y maldiciendo. Los hombres bebían
cachaza, en chozas que vendían bebidas, y afilaban sus cuchillos y adagas. Las
zanjas negras corrían paralelas a todos los callejones de esa comunidad.
La basura se amontonaba por todas
partes. Los perros me ladraban y el olor a excrementos humanos y animales era
muy fuerte, dominando todo el entorno. Pensé, en esa ocasión: - Qué fácil es
prometer el paraíso a personas tan necesitadas e ignorantes. ¡Harán cualquier
cosa para salir de aquí y de esta miserable condición en la que se encuentran!
Mi primer acto, en esa comunidad, como
representante del Creador y empleado del diputado, fue reunir a algunos de esos
vecinos y decirles unas palabras de consuelo. Comencé diciéndoles que había
sido enviado por el cielo con la misión de superar las dificultades que estaban
atravesando. Con un lápiz y papel que pedí prestado, comencé a tomar nota de
las demandas de los vecinos: arroz, harina de maíz, cigarrillos, cachaza, etc.
etc. etc.
Un hecho extraño, que noté en ese
momento, fue que ninguno de ellos solicitó la urbanización de la zona, la
canalización de acequias negras, agua corriente y recolección de basura. Las
afirmaciones que hacían estaban relacionadas únicamente con la alimentación,
denotando el estado de completa necesidad en que vivían. Les pregunté si no
recibieron ninguna ayuda del gobierno. Dijeron que sus nombres estaban
incluidos en varias listas de destinatarios, pero que eran los 'dueños de la
comunidad' quienes se quedaban con todo el dinero que distribuía el estado.
Por un momento, por una inspiración
divina, les hablé, en esa ocasión, de la maravilla del Reino de los Cielos, un
lugar donde tendrían em abundancia todo lo que les faltaba. Les hablé de la
calidad de los platos y delicias que estarían disponibles para el almuerzo y la
cena; las deliciosas bebidas que allí se servían; la ropa de tela fina que
usarían; de los sambas del más alto nivel, que allí fueron compuestos por los
ángeles, arcángeles y querubines.
Mientras predicaba, miré con atención
sus ojos vidriosos y cuán enfocados estaban. No se escuchaba en el aire ni
habla ni llanto de un niño. Todos habían dejado de hablar. Los propios perros
habían dejado de ladrar y me miraban, meneando la cola, como si comprendieran
lo que yo decía y imaginaban los restos de esos finos manjares depositados en
sus platos de comida.
Les dije que para disfrutar de todo
eso bastaría con votar por el diputado en las próximas elecciones, que él daría
los pasos necesarios con el cielo para que ellos recibieran todos esos
beneficios. Al final de mi conferencia, ese ambiente mágico creado se deshizo y
los residentes vinieron a abrazarme, garantizando que votarían por el amable
diputado que los ayudó desinteresadamente. Incluso algunos perros vinieron a
lamerme las piernas y los pies, agradecidos.
De
ahí fui a otra parte de la comunidad donde hice la misma predicación. Al fin y
al cabo ya había predicado en muchos lugares y era conocido por casi todos los
vecinos, que me saludaban efusivamente cada vez que me veían. El jefe de esos
hombres que portaban fusiles, acercándose a mí me preguntó en privado: -
Eminencia, ¿cree que el dueño de este Reino de los Cielos nos dejaría vender
nuestras 'cosas' allí, de buena manera?
Le respondí que una de las
características del dueño de ese reino era ser muy tolerante y muy cariñoso.
¿Quizás una buena conversación entre él, como jefe de ese grupo armado, no
sería suficiente para convencer al dueño del Reino de los Cielos de autorizar
ese nuevo comercio en su reino?
Satisfecho con mi puesto, el jefe me
abrazó y dijo: - ¡Buena sangre, cuando logre establecer mi imperio proscrito, tu
serás mi relaciones públicas y embajador de asuntos exteriores!
Por la noche, en mi habitación, se me
acercó el diputado que había sido informado de mi buen desempeño en la
comunidad. En ese momento me dijo que tenía grandes planes para mí. Tenía la
intención de llevarme a trabajar con él, directamente en cámara. Dijo que mi
potencial era grande y que podía aportar mucho más, junto a él como 'naranja',
que como sacerdote en la comunidad. Pensé que era una broma lo que le había
dicho el día anterior, cuando me ofreció el puesto de asesor parlamentario: -
¡La política para mí es una auténtica 'piña'! - le dije en ese momento.
Pensé que me estaba dando cambio, con
su broma de referirse a 'naranja'. El caso es que, a partir de ese momento, me
quité la maltrecha sotana y empecé a ponerme un lindo traje azul marino, que me
había prestado su chofer, y me puse a visitar el despacho del diputado.
Esa fue una escuela de aprendizaje a la
que deberían asistir todos los que quieran conocer el núcleo de la naturaleza
humana.
La oficina se parecía mucho a una gran
tienda por departamentos, porque allí había de todo para negociar: las obras
públicas se planificaban, contrataban y pagaban antes de comenzar; se vendieron
las vacantes en licitaciones públicas, previo a su realización y difusión de
resultados; se crearon cargos en la administración pública para atender a la
mayoría de los hijos de varios compañeros, también políticos; se distribuyeron
cuantiosos fondos publicitarios a empresas del sector, con el objetivo de crear
y promover una buena imagen pública de ciertos políticos amigos; cada año se
cambiaba la flota de vehículos y se vendían vehículos viejos, a precio de
chatarra, a representantes de los políticos; las ONG’s , pertenecientes a
'naranjas', recibieron fondos públicos, etc. etc. etc.
Como la lección que recibí del tropeiro
fue que primero traté de ayudarme a mí mismo y aprender más, me quedé allí
atento a todo lo que veía, tratando de aprender más para poder ayudar después.
Durante los meses que permanecí en esa
oficina, fui testigo de la planificación de innumerables concursos, de la
elección de los ganadores antes de la celebración y del pago anticipado de
comisiones para los políticos. A menudo, yo era quien llevaba la carpeta llena
de dólares, euros y reales. Otras veces, las enormes cantidades se depositaban
en una determinada cuenta, abierta a mi nombre, en la que mi firma había sido
hecha por el propio diputado, quien, cuando necesitaba dinero, se retiraba de
esa cuenta firmando por mí, como si yo fuera yo mismo.
Los dirigentes sindicales acudían a
menudo allí para pedirles "bonificaciones" por los servicios
prestados para orientar a la masa trabajadora, de acuerdo con las órdenes y
directrices que recibían de varios políticos. Los periodistas recibieron, con
cierta regularidad, recursos económicos para difundir determinadas noticias,
dándoles protagonismo o, incluso, evitando la difusión de notas que no eran de
interés para políticos y partidos. Periódicamente acudían representantes de
países y empresas extranjeras para llevar sus aportes económicos a aquellos
políticos que aprobaban o vetaban proyectos, según los intereses de esos países
y esas empresas. Allí todo era negociable y todo tenía un precio.
Algunos meses en ese ambiente
correspondieron, para cualquier político novato, a la 'Graduación en
Malandragem'; algunos años representó el 'Master in Dark Business ' y algunas
décadas representó el 'Doctorado' Cum Laude 'en Organizaciones Criminales'.
Habiendo permanecido en esa asesoría
durante tres años, se fue con el título de Maestro. La causa de mi partida se
debió más a factores sobrevinientes que, propiamente hablando, a cualquier
disgusto con mis servicios. El caso es que mi diputado estuvo involucrado en
las averiguaciones, iniciadas por el Ministerio Público, que investigaban la
venta de apoyos parlamentarios al Ejecutivo y, habiendo el sido condenado a
muchos años de prisión, me quedé sin nada que hacer en ese vasto gabinete.
Entonces, cansado de comer exquisitos
manjares y saborear bebidas importadas, pasear en automovil oficial por la
ciudad e ir a los cines locales en horario de oficina, decidí dejarlo todo y
regresar a mi provincia natal.
Había
pasado tanto tiempo que mi esperanza, en ese momento, era que el hijo de la anciana
ya hubiera dejado el mundo de los vivos por las manos de un policía honesto
(que no estaba al servicio del narcotráfico), o incluso que se encontraba
cumpliendo una larga condena en una lejana prisión de máxima seguridad en el
interior del país.
Entonces, pensando en regresar a Río
de Janeiro, no estaba seguro de si iría en avión o en autobús. Mis recuerdos
del pasado, aún vivos en mi memoria, me llevaron a descuidar ambos medios de
transporte y tomar prestado uno de los varios coches de mi exjefe, abandonados
en su garaje; ya que - así pensé en ese momento - en el lugar donde cumplía
condena esos vehículos no le servirían de nada y, además, cuando lo liberaran,
dieciocho años después, ni siquiera recordaría cuántos autos tenía antes de ser
arrestado. Llenando el auto y el baúl con varias prendas que encontré en el
armario de su habitación, me dirigí hacia la Avenida Brasil, la carretera que
conecta São Paulo con mi estado natal de Rio de Janeiro.
Luego después de ocho horas de viaje,
como venía a velocidad moderada para no ser multado en uno de los casi
doscientos "gorriones" (señales de tráfico ocultas que hay en ese camino),
llegué a la capital de mi estado. Con satisfacción, descubrí que nada había
cambiado en esos años en los que estuve ausente: las calles seguían sucias y
llenas de baches; las señales de tráfico apagadas; los policías todos en sus
casas, porque no se veía ninguno en las calles; autobuses llenos y casi cayendo
a pedazos; colas en todas partes, especialmente en las puertas de las bancas.
La contemplación de eso me hizo feliz y
rejuvenecido, porque, después de todo, finalmente pudo relajar ya que estaba de
nuevo en casa.
Encontré un hotel en el lado sur, sin
garaje, donde me alojé con la intención de quedarme solo unos días, hasta que
lograse alquilar un apartamento. Con los recursos que había ganado como asesor
parlamentario, más los que encontré en una pequeña caja fuerte debajo de la
cama del diputado (cuando buscaba un par de pantuflas que usaba, para poner en
mi maleta), tuve lo suficiente para poder vivir unos años sin preocuparme en
tener que ganar la vida trabajando.
Después de un suculento almuerzo en el
restaurante del hotel, aproveché para dar un paseo por la playa. Como iba bien
trajado, fui el blanco de algunos looks femeninos, ciertamente influenciados
por el grueso cordón dorado que llevaba al cuello y el reloj Rolex, también de
oro, que llevaba en la muñeca.
Algunos lectores, más exigentes, pronto
pensarán: - No tenía un cordón de oro ni un reloj Rolex, ¿Cómo llegaron estas
joyas a esta historia ahora?
A estos lectores, me gustaría aclararles
que ambos también estaban dentro de la caja fuerte de ese diputado, que
mencioné anteriormente. Decidí traerlos porque siempre escuché que el oro, si
no se usa, envejece y pierde su color. Tenía la intención de devolverlos, tan
pronto como me notificaran (dentro de dieciocho años) por correo electrónico,
fax o télex, sobre la liberación de mi antiguo jefe del presidio.
Entonces, sentado en una mesa de bar con vista
al mar, se me acercó una hermosa joven que hablaba en ingles y me pidió
información. La invité a sentarse y tomar una copa y nos quedamos allí, los
dos, hablando de comodidades.
Ella, como me dijo en ese momento,
tenía nacionalidad estadounidense, pero era de ascendencia asiática. Estaba en
la ciudad por negocios y turismo. Dijo que había decidido ponerse en contacto
conmigo, poco después de notar ese grueso cordón dorado alrededor de mi cuello
y pensar que yo era director de una Escola de Samba. Estaba loca por querer
conocer una de estas escuelas y poder participar en un círculo de samba.
Tendría algo que decir durante los largos meses de invierno en su país “cuando
todos estaban atrapados por la nieve en sus frías casas, sin nada que hacer”,
confió, mirándome tiernamente a los ojos y sosteniendo mi mano.
Entonces decidí llevarla a una escuela de
samba, a la que ya había asistido hace un tiempo y que estaba cerca de mi
hotel. Después de una noche de samba y copas, como su hotel estaba demasiado
lejos, sugirió que fuéramos al mío, más cercano, donde podría descansar un rato
hasta el amanecer y poder tomar un taxi. Lo hicimos. Llegué tan cansado y un
poco mareado por la bebida, que me fui a dormir enseguida. A la mañana
siguiente no la encontré en el dormitorio, ni tenía el cordón alrededor del
cuello ni el reloj en la muñeca. Me imaginaba quitándolos antes de irme a
dormir; pero cuando fui al baño a lavarme la cara, encontré escrito en el
espejo del lavabo, con lápiz de labios rojo, una simple y única palabra:
"Chupa".
Mis días, a partir de entonces,
consistieron en ir a la playa, almorzar, ver televisión y dormir. El auto en el
que yo venía de São Paulo, aparcado en la calle porque el hotel no tenia
garaje, estaba todo rayado y desplumado, con varias multas clavadas en la
ventana delantera. Me divertí pasando, a veces, para ver qué piezas nuevas se
habían llevado los ladrones. El vehículo ya estaba encima de cuatro ladrillos,
utilizados por los ladrones para bloquear el coche mientras le quitaban las
ruedas. Los asientos ya estaban ocupados, junto con la batería, los faros, los
espejos y las linternas.
Un día, un niño al verme mirando el
vehículo, dijo: - ¿Quieres que lo cuide? ¡Cinco reales cada hora!
Ni siquiera respondí y seguí caminando
sin rumbo fijo por las calles del barrio.
En una ocasión, sentado en el lobby del
hotel donde me hospedaba, se me acercó un señor, de traje y corbata, que se
identificó como abogado especialista en Bolsa. Dijo que mi nombre había sido
sugerido por algunos grandes empresarios locales y vino a proponer inversiones
en bolsa.
Comentó que, debido a sus numerosos
contactos en el gobierno federal y en el mundo empresarial, tenía varias
informaciones privilegiadas que me podían hacer ganar mucho dinero y buenas
comisiones para él. Me había enterado de que tenía algo de capital guardado en
la caja fuerte del hotel, parado y sin nada que pagar.
- ¿Por qué no multiplicar esos
recursos inactivos? - preguntó mirándome directamente a los ojos y con una leve
sonrisa en los labios.
Su magnetismo y poder convincente
eran tan grandes que decidí hacer un experimento. Después de firmar un
documento dándole el poder de negociar en mi nombre, le di algunos miles de
reales para comprar acciones de bajo valor, pero que, por la información que
tenía, pronto serían enormemente valoradas.
De hecho, después de unos días, mi
ganancia fue bastante razonable. Después de ganar unas cuantas veces más,
decidí darle todo lo que tenía para adquirir acciones de Venal & Trampa
S.A., empresa de la cual tenía información confidencial que indicaba que muy
pronto sería adquirida por un grupo multinacional. Seguro de que esta vez me
convertiría en millonario, esperaba noticias en la prensa anunciando la
adquisición de Venal por parte de la empresa extranjera. Como no aparecía nada
en los periódicos, lo busqué en la dirección que me había dado de su oficina.
Allí nadie lo conocía y, desde ese fatídico día, nunca más lo volví a ver
paseando por las calles del barrio, como solía hacerlo.
Totalmente arruinado, tuve que salir de
ese hotel sin pagar lo que debía, dejando atrás las pocas pertenencias que
tenía. Entonces busqué un albergue donde poder pasar la noche.
Al día siguiente, desanimado, caminé
por las calles sin rumbo fijo. En una intersección, noté una gran multitud y
algunos vehículos policiales. Acercándome para ver de qué se trataba, me di
cuenta de que era una marcha de estudiantes quejándose del aumento de los
pasajes de bus. Justo cuando aparté a un joven frente a mí, para verlo mejor,
recibí un chorro de gas pimienta de un policía en mi cara. Al mismo tiempo,
otro me disparó un cartucho de balas de goma y otro me dio la porra en la
cabeza.
Al caer al suelo, ensangrentado, fui
filmado por varias cadenas de televisión mundiales y fotografiado por corresponsales
de varios periódicos de todo el mundo. Llevado a un hospital privado, después
de estar medicado y descansar en mi habitación, me sorprendieron unos abogados
que, entrando a hurtadillas en la habitación, me ofrecieron sus tarjetas de
presentación diciendo que tendría derecho a una compensación sustancial por
gastos físicos y moral.
Uno de ellos dijo que incluso podría
hacerme muy rico si lo contrataba como patrocinador de la causa. Poco después,
algunos periodistas entraron en la sala queriendo grabar mi testimonio para las
cadenas de televisión de todo el mondo. Dijeron que me bastaba con leer un
comunicado que ya habían escrito. Por el servicio que brindaron, yo tendría una
pizza de mozzarella en mi habitación. Alegando un fuerte dolor en la columna
les pedí que me dejaran en paz.
Mientras los periodistas se iban, me
estaba preparando para acostarme cuando un hombre alto y canoso entró en la
habitación. Pensé que era el médico que me había visto, pero era el director de
una organización no gubernamental, que se ocupaba de la violación de los
derechos humanos. Dijo que había visto lo que me había pasado y propuso que,
luego de ser dado de alta, viajaría con él a varias capitales del mondo, dando
entrevistas sobre la violación de los Derechos Humanos en mi país. Viajaría con
él en primera clase y me alojaría en hoteles de cinco estrellas. Contaría con
una ayuda de diez mil dólares mensuales durante la duración de las entrevistas.
Acepté, de inmediato, lo que me
propuso y el se quedó de volver al día siguiente, trayendo el contrato para que
yo lo firmara. Cuando se fue, me sentí muy aliviado. Qué suerte había tenido.
Habiendo recibido solo algunas heridas leves, haría un tour mundial con todo
pagado por la ONG. Casi cerraba los ojos cuando unos policías entraron a la
habitación pidiéndome que me vistiera rápido, pues me iban a interrogar en la
comisaría del barrio. Allí fui a la comisaría.
Como mi testimonio estaba totalmente
desconectado, ya que no sabía nada, pensaron que, siendo el jefe de esos
estudiantes, trataba de ganar tiempo para que los demás pudieran escapar sanos
y salvos de donde estaban. A pesar de que hice algunos movimientos más, como no
sabía nada, terminé siendo liberado a la mañana siguiente.
Desanimado, hambriento, sediento y
cansado por no dormir bien, me senté en una caja de madera abandonada en la
calle, en un hueco entre dos casas. Estaba allí, pensando en lo que iba a hacer
a continuación, cuando se me acercó un joven de unos 25 años. Me dijo que era
escritor y editor especializado en historias de mendigos. En algunos casos,
ellos, desde la editorial, después de largas entrevistas, escribieron la
historia de vida del mendigo. En otros, dejaban que el mendigo mismo escribiera
sobre la historia de su vida, o sobre otras historias que eventualmente
inventaba, si tenía racha de escritor y sabía escribir.
Citó varios casos en los que los
mendigos habían abandonado la cuneta para convertirse en escritores famosos y
de renombre mundial. Mirándome a los ojos, preguntó: "¿Tienes algo que
decirnos?"
Inmediatamente, las lágrimas corrieron
por mi rostro. Se me habían ocurrido tantas vicisitudes que no pude contener mi
llanto. Recordé mis últimos años y todo lo que había pasado. Le respondí que
sí, que tenía mucho que contar y que me gustaría hacerlo yo mismo, sin ningún
intermediario que pudiera distorsionar todo lo que quería hacer público.
A partir de ese día y después de firmar
un contrato que le daría al editor el noventa y ocho por ciento de los
beneficios de las ventas futuras, si mi libro se convertía en un 'Best
Sellers', comencé a vivir con él en la editorial, donde había una pequeña
habitación en la parte de atrás y un nuevo bloc de papel, con el que comencé mi
carrera de escritor.
Unos meses después, le obsequié los
originales de una 'Crónicas del día a día', que él se encargó de editar y
distribuir en varios idiomas y en varios países. Hace unos días me mostró
ediciones realizadas en gaélico, latín arcaico y provenzal, diciendo que esas
versiones estaban teniendo éxito entre algunos intelectuales. De hecho, solo sé
que todavía no he recibido ni un centavo de regalías. Ya he concedido algunas
entrevistas a cadenas de televisión de pago y corresponsales de periódicos
extranjeros, en particular de Oceanía, Nueva Guinea y Papúa.
Algunos críticos literarios me ven como
un nuevo Paulo 'Esquilo' del Esoterismo Mendicante; otros dicen que soy la
reencarnación de Jorge 'Desalmado', escritor de los cuentos del sertão
brasileño; otros ya hablan en mi nombre incluso ante la Academia Nacional de
Letras. Como sé, de los años que pasé aconsejando a ese exdiputado, que todo en
la vida es negociable, incluido el honor de quienes fingen tenerlo, tal vez
pueda superar las barreras que impiden que los nuevos escritores sean leídos
por grandes contingentes humanos.
Hasta entonces, sigo vagando sin rumbo
fijo por las calles de la ciudad, tratando de descubrir por qué, entre tantos
seres vivos, el Creador fue a elegirme de inmediato para sus extravagantes
experiencias; o la razón por la cual alguna Entidad maligna, simpatizando con
mi apariencia, decidió 'tocar' mi pobre espíritu encarnado.
Espero que mis lectores con
pretensiones literarias (y deseosos de pertenecer a la categoría de escritores
exitosos), puedan elogiarse en mis desgracias y, como me ocurrió a mí, no se
desanimen por los primeros fracasos.
Mi consejo es que empieces a escribir
como si estuvieras hablando en un círculo de mendigos, donde eras el más
educado y experimentado. No se preocupe por la forma o la gramática, sino solo
por el tema que desea informar. Cuando imagina que escribe para mendigos,
pronto perderá la timidez natural de quienes temen cometer errores y decir
cosas sin sentido e inconsistentes.
Escriba en un intento de convencerse
de que lo que dice es razonablemente cierto y tiene cierta verosimilitud en el
caso de los ensayos. En el caso de escribir cuentos, crónicas y novelas, por
ser de ficción, deja volar la imaginación: inventa y miente a voluntad. Siempre
trate de mantener conectado su sentido del humor (preferiblemente que sea
delgado, sarcástico y mordaz), flotando sobre todo lo que está diciendo.
Tengan ustedes mismos como filtros para
lo que escriben; es decir, si cree que el texto que escribió es bueno,
adelante. No espere enriquecer o mejorar su vida con sus obras; porque estás en
un país donde casi nadie lee e, incluso, los que leen no suelen comprar libros.
Seguro que el éxito llegará mucho más rápido en tu vida, si te dedicas a
cualquier otra actividad...
*Rober Rocha, economista, M.S e Doctor por la Universidad Autónoma de Madrid, Espanha. Escritor con algunos premios recibidos en concursos literarios en Brasil y en el extranjero.
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