A eso
de las cuatro de la tarde cruje la puerta de la vieja casona, se abre y se
escucha la voz de una anciana:
—Luga, ¿ya está el pan?
—Sí, doña Cleotilde, pásele.
Luga continúa metiendo y sacando el pan del horno,
con una gran pala de madera. En tanto, gruesos chorros de sudor resbalan por su
rostro, también enrojecido por el trajín y el calor emanado del horno de leña.
Al mismo tiempo, su hija, Mona, limpia afanosamente el pan recién horneado,
frotándolos con una mantita blanca, ahora chorreteada por el hollín que
impregna al sabroso pan.
—Había pan de todo: deliciosos bollos con huevo y
manteca, rosquillas de canela y de sal, pan agridulce, también de granillo,
riquísimas conchas y picones. En verdad era una gama de sabor y deleite para
todos los paladares.
—Oye, Maye, ¿y doña Cleotilde?, ¿se iría? Pregunta
Luga.
—
¡Sabe! A lo mejor. Contesta
Mona.
Continúan en silencio, cada una con su trabajo. En
tanto un viento frío arremolina el polvo del patio, lo hace danzar
frenéticamente y esparcirse hacia el cielo, poniendo un velo terroso, como para
deslucir al rutilante sol que sonríe desde el firmamento. Por allá, al fondo de
la casa, empiezan a aullar los perros: La Nala y El Pirata. Empieza la una y el
otro le hace segunda, es un aullido lastimero, tremendamente largo.
A la mañana siguiente, mientras Luga despachaba la
leche a Quina, Mona trapea el corredor. Muy cerquita de ellas, Quina dice:
—
¡Ay, pobre de Cleotilde, ni
quién le dijera ve con Dios!
—
¿Por qué, Quina?, ¿qué le pasó?
Preguntó de un jalón Luga.
—
¡Pos qué va a tener! ¡Pos que
se murió ayer!, solita la pobre, sin un alma que la ayudara. Dicen que de los
pulmones, sólo Dios sabe, a eso de la una de la tarde.
—Pueque, pero si ayer a eso de las cuatro nos gritó
desde la puerta.
—Pues así mero fue, ¿qué quieres que te diga?
Al
escuchar eso, Mona y Luga voltean a verse con ojos de espanto, con un gran
sobresalto ahuecado en el estómago. Un hilillo de frío recorre su humanidad.
Luego, les dice Quina:
—Seguramente la pobrecilla de Cleotilde a lo que vino
fue a recoger sus pasos. ¡Dios la perdone y la tenga en su santa gloria!
Se desata nuevamente el vientecillo, acuerpándose
en un remolino que se pasea por el gran patio, elevando el polvo y las hojas
que revolotean por doquier.
En el cielo, una nube aguacera permite que una
miríada de gotillas se descuelgue justo ahí, donde el viento juguetea.
El viento y el agua a la vez enfrían al instante la
casona y, como fondo lúgubre, se escucha el aullido de los perros.
—
¿Ven?, ella anda todavía por
aquí. Sentencia sabiamente Quina.
En su cama Luga se sumerge en plácido sueño, pero
su inconsciente alerta registra una presencia que la despierta. Se percata, al
escuchar, el arrastrar de unos pies acercándose a la cama, luego siente que el
colchón con su rechinido anuncia la llegada de alguien a su superficie, la
paraliza el miedo pues sabe que duerme sola, que está puesta la aldaba y la
tranca en la puerta, tiembla… hasta que por fin se vuelve a dormir.
Así noche tras noche, por algunos meses, Luga
apenas apaga la luz y cierra los ojos. El espanto es como un tornado que la
atrapa y absorbe, el terror la aprisiona, de nada sirven la cruz, las
maldiciones, el agua bendita, el San Benito… la presencia llega puntual con las
penumbras, con su soledad, ¿quiere decirle algo?, ¿hacerle algo? ¿Quién lo
puede saber?
Después de un tiempo, tres meses para ser exactos,
Quina le dice a Luga:
—
¡Pero qué flaca y trasijada
estás!, ¿Pos que no comes, pos que no duermes?
—Pos cómo he de dormir con el alma en pena de doña
Cleotilde pegada a mí -contesta Luga-. Todas las noches llega arrastrando los
pies, se sienta en mi cama, me agarra la mano y al oído dice y dice algo que no
entiendo. Así pasan las horas y yo muerta de miedo.
Entonces, Quina sugiere:
—Pos pregúntale qué quiere.
Luga se queda pensando, concluye que nada pierde
con intentar hacerlo, pues lo que quiere es ya dormir. Lleva a su cuarto una
veladora blanca, cerillos, papel, lápiz y los pone sobre una mesilla
desvencijada, hace todos los preparativos para algo así como un ritual apresurado.
Enciende la veladora y dice: “Sé que es usted, doña Cleotilde”. Le increpa:
“¿Por qué es tan cruel? ¿Yo qué le debo? ¿Qué le hice? Le dejo esta luz para
que pueda seguir su camino. Pero dígame lo que tenga que decir en esta hoja y
¡por favor, déjeme en paz!"
Cansada y sin muchas expectativas Luga se duerme
pronto. Fue una buena noche, ni rastros del alma en pena. En cuanto se levanta,
Luga se dirige a la mesilla buscando el papel. De inmediato el terror la
invade, el pulso se le acelera, la boca se le seca cuando encuentra un
espectral mensaje que dice: “Es que soy tu madre”. Temblorosa, Luga, para
reasegurarse, voltea hacia la puerta, confirma que está atrancada, entonces se
pone blanca como el papel que tiene entre sus manos y se desmaya.
*María Eugenia Pérez Montes, nacida en
Zamora, Michoacán, México en el año de 1960. Licenciada en Educación Básica,
Con Maestría en Psicoterapia Psicoanalítica y Maestría en Terapia Familiar
sistémica. Organizadora de la Jornada Cultural Comala en el 2019 en Zamora,
Mich. en el mes de agosto, Directora de la Revista literaria “Páramo en
llamas”, Órgano del Colectivo Literario Luvina, Fundadora del Colectivo
Literario Luvina, Publicó en el 2018 la primera edición del libro de cuentos
“Frente a la eternidad”, Publico en el 2019 la segunda edición de “Frente a la
eternidad” corregida y aumentada, Publicó en el 2019 el plaquette “Daniel”
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