Hoy he vuelto a entrar a la biblioteca de
mi padre luego de muchos años. He visto los libros y recordé, con miedo, lo que
siempre me decía: “hija, yo convierto a las personas en libros”, y volteaba con
su brazo extendido para mostrarme todos los estantes con los cientos de libros
amontonados uno junto al otro. Yo miraba con asombro todos esos pequeños
rectángulos de colores y me imaginaba las razones que podría haber tenido para
hacerlo. Entonces, en mi cabeza realizaba un rápido repaso pensando en algunas de
las pocas personas que conocía y podían estar ahí transformadas eternamente. Él
único que me parecía no haber visto desde hace tiempo era a mi abuelo, por lo
que supuse que su forma circular, era más bien gordo, había sufrido una
metamorfosis hacia lo rectangular. Yo crecí escuchando esas historias hasta que
mi padre desapareció. No podría decir con claridad si fue a los cuatro o a los
seis años que me la contó por primera vez, ya que como dije, he vivido con ella
desde siempre. La pieza destinada a sus libros, que en realidad llamábamos
escritorio no era muy grande, debe haber tenido unos quince metros cuadrados.
De los cuatro muros, uno lo ocupaban las ventanas y otro un estrecho closet
donde se guardaba de todo. Las otras dos murallas eran el soporte para
los estantes. Esos muebles se miraban a los ojos, como si enfrentados pudieran
conversar, como si fueran celdas invisibles desde donde sus presos pudiesen
entablar diálogos en voz baja para no llamar la atención. Era evidente, esto lo
supe después, muchos años después, que lo que él intentaba hacer era alejarme
de sus libros, que no ingresara por ninguna razón a ellos. Sin embargo, una
noche que bajé, desde el segundo piso hacia la cocina, en busca de algo para
comer y al pasar junto a la puerta cerrada de la biblioteca, escuché una
especie de ruido muy similar a una conversación en voz baja. Entonces me animé
a entrar sola por primera vez. Mi padre ya no se encontraba con nosotros, pues
al segundo año de la plaga salió a comprar y no volvió más. No hallaron
su cadáver ni hubo noticias de que estuviera viviendo en otro lado.
Estábamos
en el año 2022 en medio de la pandemia que nos tuvo encerrados por varios años
en la casa. Las cosas se pusieron muy extrañas y difíciles. Nuestras costumbres
cambiaron. Por las noches se escuchaban continuamente disparos y detonaciones,
ruidos de sirenas y en ocasiones gritos, sobre todo eso, muchos gritos.
Exclamaciones de dolor que recorrían la noche y se metían por las ventanas. Yo
me iba a la cama de mamá y me tapaba hasta arriba para no escuchar nada. Fueron
cuatro años completos que no fuimos a clases. Estudiábamos en casa, ahí
aprendimos a leer, escribir, algo de idiomas, además de algunas cosas
relacionadas con las matemáticas y el medio ambiente. Al principio no se podía
salir por precaución frente al contagio de una enfermedad desconocida, una
enfermedad que nos volvió nuevamente a nuestro lugar de animales frágiles y más
propensos a morir. De la noche a la mañana pasamos de amos del planeta a insectos
escondidos en sus cuevas, debajo de las piedras, apenas asomando las antenas
con mucho cuidado. Cuando se pensó que el virus estaba controlado se permitió
salir a la calle, pero nos volvimos a llenar de brotes y rebrotes muy agresivos
por todos lados. Las dos vacunas que se probaron a nivel masivo fracasaron
estrepitosamente, una generaba un cuadro alérgico grave, y la otra no era lo
suficientemente efectiva. A partir de ese momento no pudimos salir más. La
forma más efectiva de no enfermar era aislarse. La pobreza y el hambre se
generalizó. Había mucho robo, linchamientos y muertes. Con mi hermano mayor,
que en ese entonces tenía nueve años, dos más que yo, ideamos un juego en las
ventanas del segundo piso, como ya no podíamos salir a la calle por el peligro
que significaba, nos pusimos a hacer dibujos con el vapor de nuestras bocas:
caras, arboles, pájaros, naves espaciales, algunos animales fáciles de
representar y por supuesto, la corona viral. Sin embargo, el juego era
peligroso pues no podían vernos desde afuera, ya que la gente que ahora andaba
por la calle era gente agresiva, que explotaba frente a la más mínima
provocación. Todo se había transformado. El aire había cambiado para siempre,
ahora en todo momento sentíamos olor a humo, a plástico quemado, una neblina
permanente que no se iba fácilmente. Debió ser a raíz de los constantes
incendios que se desencadenaban en la ciudad, a todas horas del día. Como si la
vida hubiera desparecido para siempre, como si la vida humana estuviera en otro
lado, escondida hasta que todo esto pase. Aprendimos a vivir al borde del
precipicio, con la permanente sensación de que todo iba a empeorar.
Fue
por aquella época que decidí entrar, ya sabía leer y quería conocer ese mundo
secreto que por tanto tiempo había estado vedado, al principio por la porfía de
mi padre y luego por la indiferencia nuestra. Entonces, entré al escritorio de
papá, a su biblioteca, con temor pues creía que si tocaba algo, algún libro por
ejemplo, iba a salir un rayo y de forma inmediata iba a quedar transformada en
uno de ellos. Pensaba lo triste que podría haber sido no alcanzar a despedirme
de mi hermano y mi mamá. Verlos entrar, pasar junto a mí y no verme, incluso
pensar que podrían vender los libros me estremecía, pues me imaginaba dentro de
una caja de cartón por años, en lugares nuevos y desconocidos, sin ser leída
jamás. Así que prendí la luz y mire desde la puerta esperando
encontrar alguna pista. Sin embargo, y como toda mente sana entiende, ahí no
había nada más que libros, un sillón y un escritorio para sentarse a leer o
escribir. Como no había espacio en las pareces ni cuadros tenía colgados. Al
día siguiente, le dije a mi hermano que me acompañara pues quería sacudir y
limpiar ese lugar “sagrado” de nuestro papá. Obviamente no quiso y tuve que
hacerlo sola. Armada con un paño y un plumero comencé quitar el polvo de los
estantes y a luchar palmo a palmo por rescatar algunos ejemplares que estaban
en manos de sanguinarias arañas de rincón. Estuve toda una mañana haciendo ese
trabajo. Pienso que si el escritorio hubiera tenido más luz y algo de humedad,
más de alguna planta habría surgido de aquellas estanterías. Los iba
sacando en grupos de cinco para sacudirlos y luego los dejaba ahí mismo, no
quería hacer cambios. Ya vendría el momento de analizar, por ahora quería
solamente dejarlo habitable para poder entrar y leer en
él. Al finalizar la tarde ya estaba todo casi listo.
Solamente me quedaba sacudir las cosas que estaban sobre un pequeño mueble
donde se podía poner el computador. En su lugar había unas un montón
de hojas anilladas, algo polvorientas aún, pero que rápidamente limpié con el
paño que tenía en la mano. El título era “Biblioteca humana” y al abrirlo sentí
un extraño estremecimiento corporal que por un segundo me nublo la vista.
*Martín Parra es Magister en letras de la Pontificia Universidad
Católica de Chile. Ha participado en diferentes congresos y ponencias sobre
literatura latinoamericana, tanto a nivel nacional como internacional. Además,
realiza contribuciones como reseñas y ensayos en diferentes medios
electrónicos. Escribe poesía y narrativa desde que tiene uso de
razón. En la actualidad prepara un libro de poesía, además de estar trabajando
en un libro de relatos que obtuvo financiamiento concursable del Fondo del
Libro 2020.
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