La
noche había hecho su aparición hacía pocos minutos y la última ave despavorida
se dirigía a su nido. El momento era oportuno más no así el lugar. De cada diez
gritos en la ciudad, esta vez solamente uno era de dolor; la época invitaba al
relajo. Pero había que moverse rápido para no confundir a algún eventual
rescatista.
Desde
el acantilado podía divisarse hasta el último restaurante de los que ahí
funcionaban. Los pasos a dar eran claros: buscar una bajada más segura, cruzar
luego la peligrosa avenida y llegaría. Patricio se demoró mucho en bajar ya que
lo hizo con mucho cuidado, no quería tropezarse, había aprendido la lección –puedo matarme- pensó.
El
aroma a mar ingresaba velozmente por su nariz y fue cuando pensó que sus pies,
tan acostumbrados a las zapatillas, le agradecerían dejarlos deslizarse sobre
la arena que, cosa curiosa en Lima, no estaba llena de desperdicios, pero no
por limpieza de su gente sino por el sacrificado trabajo realizado horas antes
por los barrenderos municipales, los cuáles se encargaron de llevarse la
retahíla de inmundicias dejadas por la inmunda gente. La sensación de sus pies
descalzos le trajo rápidamente recuerdos dejados de lado; material olvidado,
material secuestrado por lo cotidiano. Patricio se extrañó. Siempre había
pensado que eran las personas, las calles y las cosas las que producían
asociaciones, pero no las sensaciones corporales: el pie descalzo en la arena,
o los olores, la fuerza del mar que ingresaba ahora hecho una agradable
fragancia. La neblina limeña generaba un mayor respeto por la inmensa vista, la
seriedad de un color es lo que confiere estilo a lo pintado y aquella vista
marina era, además, de temer. Ya alguna vez de niño casi se ahoga, si bien es
cierto no en el mar, aunque si en una de las piscinas del Club Regatas, lo más próximo a mar para Patricio cuando tenía
cuatro años. –El mar es lo más viejo de
la Tierra- dijo para sí. -¿Cuántos
años tienes?- le gritó. No había nadie cerca de él y de haberlo habido no
le hubiera importado ser tomado por un desquiciado.
Se
sentó y se vio solo, y eso le agradó. Era de las personas que desde pequeño se
sentía mejor solo que acompañado. De niño esto le preocupaba, aunque ya de
grande sabía que era lo mejor que podía haberle pasado. Siempre se sintió,
también, de mayor edad que sus contemporáneos a quienes, a veces, le era
imposible comprender y menos aún reírse de sus tontas bromas, aunque en
ocasiones lo hizo para no pasar por lento o para evitar una tomadura de pelo. A
varios cientos de metros logró divisar a los muchachos que habían llegado antes
que él. Todos esperaban los fuegos artificiales preparados para las
celebraciones tan publicitadas por los medios aunque él no sabía bien si se
celebraba el fin de este año o el inicio de uno nuevo. –No es lo mismo- pensó.
Un
perro callejero apareció de improviso y se detuvo a poco más de un metro de él.
Era flaco, tanto que sus costillas se podían ver, tenía una cara de hambre que
a Patricio le engendró pena. Recordó que en su casaca tenía un paquete de
galletas el cuál sacó y entre algún titubeo, debido a la inseguridad de que un
perro comiera galletas con chocolate, se las fue acercando una a una y una a
una el perro se las comió. El can se dejó acariciar por Patricio quien de
inmediato lo adoptó y le puso por nombre Lunes. Siempre había querido tener un
perro y llamarlo Lunes y en la última noche de este año había conseguido uno.
Lunes se echó a descansar a los pies descalzos de Patricio a quien no dejaba de
extrañarle la facilidad con que ese animal había aceptado tan rápidamente la
compañía humana. Lo que no sabía en ese momento, aunque lo comprendería muchos
años después por la época en que Lunes enfermó, es que el perro al igual que el
hombre necesita del contacto esporádico para sentirse vivo, para sentirse algo,
para paliar sus miedos.
Patricio
se echó en la arena, su cabello largo se llenó de ella, pero eso a él tampoco
le importaba. Solo quería que lo dejaran ver el cielo. Y lo dejaron.
Contemplaba el cosmos como un niño cuando ve por vez primera la televisión.
Totalmente absorto. La tranquilidad que reflejaba brindó la seguridad que Lunes
buscaba para poder dormir a sus anchas. Ajena a él mucha gente iba llegando a
la playa, los autos y sus estimulados tripulantes parecían competir tácitamente
por quién lograría la mayor estridencia posible, bajaban de los autos con
botellas de alcohol en mano mientras la música de sus vehículos de tanto
volumen no se podían escuchar bien. Patricio parecía inerte. Miraba fijamente
al infinito. Vio dos estrellas que desde aquí abajo parecían dos puntos con
escarcha plateada de esos trabajos escolares que siempre dejan las profesoras
de primaria. –Son papá y mamá- pensó.
Desde el día del fatal accidente a Patricio no le quedó la menor duda de que se
volverían a encontrar. Meses antes él en un arranque descontrolado había
cometido una tontería intentando violentamente apresurar un encuentro con
ellos, tan violento como aquél accidente que generó -sin avisar- la brutal
separación. Entendió que el tiempo no es nuestro, como tampoco lo es la vida,
ni la Tierra en que vivimos y que tanto maltratamos. Imágenes diversas
confluyeron en la conciencia de Patricio: sus padres, su madre sobre todo; el
perro que dormía a sus pies; el frío que empezaba a sentir; los fuegos
artificiales a punto de estallar; el sonido de las olas del mar que rompían
pacíficamente cerca de la orilla. Una lágrima caliente bajó de su ojo
izquierdo, él sintió como iba rodando lentamente por su mejilla para terminar
en su boca. La probó. Era salada ¡como el
mar! exclamó Patricio y levantándose súbita y emocionadamente como quien ha
hallado tan esperada respuesta, corrió hacia la orilla y avanzó empapando su
pantalón y cuando llegó a cubrirse de agua por encima de las rodillas,
encarando al mar y como queriendo que todos los dioses de la historia lo
escuchen, tan fuerte como pudo gritó ¿es
acaso que ustedes han llorado tanto?
De
pronto los castillos de luces artificiales encendieron el oscuro cielo limeño mientras
los colores y el bullicio cercano se multiplicaban a cada instante impidiendo
oír la respuesta de los dioses interrogados.
*Manuel Arboccó de los
Heros, Lima. Psicólogo clínico. Con formación psicoterapéutica humanístico
existencial. Magister en Psicología por la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos. Cursa estudios de Doctorado en Psicología en la UNIFÉ. Miembro de la Asociación Peruana de Psicología
Fenomenológico-Existencial (APPFE) y de la Asociación Latinoamericana de
Psicoterapia Existencial (ALPE). Facebook de
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