¿Alguna vez se detuvieron a observar la fútil rutina de las palomas? Yo sí, y recuerdo a una pareja en particular, a una que se parece a todas, curiosa, digna de estudiarse por horas mientras el vapor de mi café con leche ascendía despacito, dibujando blancas y deiformes siluetas de fantasmillas danzantes que desaparecen o se pierden entre la temperatura ambiente; de verdad era enternecedora esa parejilla de palomas grisáceas, tanto, que apenas las veíamos, nuestros corazones aleteaban y sus alas palpitaban, mi emoción revoloteaba como cuando ellas empiezan a despabilarse con los primeros rayos de sol que irrumpen sin pedir permiso o avisar, penetrando los párpados con insolencia, culebreando entre las ramas del gran pino que Ella misma me mandó a comprar para una ya lejana navidad.
Llegaron un día que no recuerdo, no lo marqué en el calendario, creí que estaban de paso, que pronto se irían, y sin pedirnos permiso, anidaron.
Recuerdo con una brisa especial en mis párpados mientras un cangrejo me cierra la garganta que Ella y yo, fusionábamos nuestro ocio y compartíamos ratitos de curiosidad observando atentos su rutina diaria, viéndolas volar, buscarse, separarse, escapar, tal como nosotros, pero con plumas en sus alas.
Esa parejilla nos encantó o atontó tanto, que hacían que lo imposible sucediera, y es que, quién diría, que Ella, amante obsesiva de la pulcritud y enemiga declarada de gorupos y mierdas blancas de palomas grisáceas, terminaría arrojándoles comida con devoción todos los días, por el simple gusto de verlas en su balcón, a través del vidrio mugroso y lampareado, esa barrera física que nos dividía para permitir que coexistiéramos.
A Ella le gustaba escucharlas gorjear, tanto, que incluso simulábamos atender y entender sus zareos, imaginando largas charlas de asuntos vacuos, como si los seres alados, perdieran su tiempo en lo mismo que los desahuciados. Bueno, fue tanta nuestra compartida pero exclusiva obsesión, que hasta les dimos nombres a esas ratillas emplumadas: Edipo y Yocasta, eran recién casados, no portaban argolla que así lo confirmará, pero sus peleas y caricias así lo revelaban.
Vamos, a qué grado había llegado nuestro fervor por la parejilla, recuerdo que Ella encolerizó cuando unos asesinos de dientes de leche y bigotes de malteada, tuvieron la desalmada osadía de tirar su nido de aquel gran pino para aplastar sus huevos; y sin saberlo, al reprender a los párvulos homicidas en potencia, Ella se ganó la aceptación de los recién casados y consternados animales.
Pronto, como tiende a suceder con casi cualquier asunto novedoso que un día deja de serlo, la frecuencia con la que veíamos las palomas disminuyó, además, nuestras rutas aéreas ya no coincidían tanto, pero Ella las seguía cuidando, y me hablaba de la parejilla a la distancia para que yo las imaginara, para que no la olvidara, para que sin volar, nos dejáramos de extrañar.
Un día, que tampoco marqué en el calendario, la parejita dejó de verse, y las plumas de Ella, cayeron una a una mientras su vuelo perdía altura y velocidad, pero justo antes de tocar el suelo, cuál alcatraz que desciende con rapidez al agua, emergió y realzó el planeo, y sus plumas, sus rojas plumas, volvieron a crecerle y le dieron para volar uno o dos años más, para disfrutar de las siluetas de fantasmillas danzantes que se asustan con los suspiros y se esconden en las narices de aquellos que por gusto, tenemos los dientes amarillos.
Y muy a pesar del vuelo, ambos éramos conscientes de que a la gravedad, se le opone resistencia, pero por más que aletees, termina por jalarte para interrumpir la acrobacia aérea.
La gravedad era cada vez más fuerte, y un día, Ella dejó de ver a la parejita a través del vidrio chamagoso del balcón, salió a buscarlas, desplegó el vuelo, como ejemplificándole a sus pollos la técnica para por fin someter de una vez por todas a la gravedad, para que aprendiéramos a volar...
A veces, veo las palomas, y no sé si son las mismas porque ocasionalmente sus alas lucen distintas, pero siempre que las observo, desde cualquier gran pino, y ya sin Ella para imaginar sus pláticas nimias, solo atino a preguntarles por Ella.
"Salió a volar". Me contestan sin mover el pico mientras entonan “Camucú” y una caricia húmeda y delgada recorre mi mejilla, hasta que levanto mi cara y lo noto, las palomas se han ido.
*Aarón Moya Pérez, escritor aficionado nacido en León, Guanajuato. De todas partes y de ningún lugar, vivió en Guadalajara hasta los tres años de edad, creció en Encarnación de Díaz, Jalisco, en medio del olor a pan artesanal y difuntos deshidratados o "momias" y hoy, vive en Aguascalientes.
Es licenciado en mercadotecnia y medios de comunicación egresado de Universidad La Concordia, hace muchos años, fue el niño que en primaria se enamoró de un libro y decidió leer y leer hasta donde los ojos den, y escribir y garabatear hasta donde su caprichosa mano y su creatividad lo permita.
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