Tan pronto como le vi
en el escenario pensé ¡este es el ser
humano con los ojos más pequeños del mundo! y sonreí.
—Qué sucede, preguntó
Cristina.
—Nada.
De inmediato tuve unas
incontenibles ganas de regresar a casa y contar lo sucedido a mi esposa, pero
tuve que esperar hasta que se acabara el evento, a eso de las nueve de la
noche.
Sean
ustedes los testigos, sus ojos eran algo así: (
- - ) dos
rayas de lápiz en mitad de su rostro redondo, minúsculas e imperceptibles, tan
pequeñas que costaba imaginar que en esa pequeña cavidad cupieran unos ojos
humanos. Debe estar emparentado con los chinos, pensé… pero sus apellidos castellanos
botaron por tierra esa hipótesis.
Lo
interesante de todo esto es que cuando lo vi, este señor leía un poema
visionario, un poema que hablaba sobre los solsticios y equinoccios, sobre el
tiempo, el espacio y las constelaciones, sobre el ethos del hombre andino. Transcribo aquí lo que pude anotar:
…por callejuelas de barro,
donde la niebla forra
y la gente camino va de sus
trabajos,
en el amanecer de junio
nace un goteo dorado,
Inti Raymi.
Después
de anotar aquello no le tomé mucha más atención al resto de sus poemas porque
andaba ocupado en fijarme en sus ojos, en esas dos diminutas y curiosas líneas
que rasgaban levemente su rostro redondo.
La
moderadora del programa nos recordó que estábamos (nada más y nada menos)
frente a Edelmiro Pérez García, el poeta mejor reconocido del país.
Luego
leyó un último poema y todos le cubrimos de aplausos.
—¿Lo has visto antes? le
pregunte a Cristina.
—Creo haberlo escuchado,
pero visto nunca, dijo.
Entonces ocupé el escenario
yo… y finalmente Pedro Gil, un amigo poeta de la ciudad de Portoviejo.
Cuando
todo acabo me despedí de Cristina en la puerta del auditorio y fui corriendo
hasta la parada del trolebús. Eran las nueve de la noche.
II
En
el trayecto he venido pensando en lo gracioso e interesante de aquel poeta. Por
un momento he pensado que el origen de todo esto puede ser una enfermedad o un
accidente en el que, para salvarle sus ojos, los cirujanos se vieron obligados
a reducirle la abertura de sus parpados, a comprimirle su campo visionario.
Pero he descartado de inmediato aquel pensamiento al recordar que para leer sus
poemas no había necesitado de ninguna ayuda, de una lupa gigante o de un par de
lentes, por lo menos. Entonces he concluido que aquel misterioso poeta no sufre
de ninguna dificultad visual, que sus ojos minimalistas son parte de su poesía… y con el tiempo se fueron modificando a
su manera particular de ver el mundo:
Una escoba abandonada
en el aire, un perro tomando sol en la
plaza pública, un palillo de fósforo, un alfiler, una palabra, una piedra, una
gota de sol; cada uno de estos diminutos objetos y mil otros parecidos, sobre
los que el ojo naturalmente disminuye su tamaño, pueden, en cualquier
momento ser el espejo, la analogía entre el objeto y el ojo del poeta, hasta
que en un momento el poeta se convierte exactamente en el reflejo de lo que ve:
su antítesis y su tesis a la vez.
Todo
parece fuera de la realidad, un acto imaginativo o una burla, pero todo se
vuelve real cuando llego a casa y le cuento mi nueva experiencia a Gaby.
Gaby
me espera despierta, sentada en la cama debajo de las cobijas, ocupada desde
hace meses en tejerme sacos, guantes, bufandas. Ni bien me abre la puerta le
cuento lo sucedido. ¡He conocido al poeta
con los ojos más pequeños del universo! le digo. Gaby se ríe burlonamente y
tuerce los ojos. Quizá piensa que es el tema de mi próximo relato o un simple
instante paranoico. Pero finalmente me cree, me da un beso. Gaby da fe a todo
lo que hago, incluso a las cosas más pequeñas e insignificantes de mi universo
onírico… Sirve una taza de café, me da otro beso y vuelve a la cama.
II
Ocupo
una media hora en escribir mi experiencia diaria y me dispongo a descansar. Gaby
ha dejado de tejer y al parecer duerme.
Mientras
me quito la ropa se me vienen a la memoria —una y otra vez— el rostro del
extraño poeta, pero sobre todo el rostro de Cristina, la chica con la que
comparto el Taller de cuentos en la Casa de la
Cultura ecuatoriana.
¡Basta…!
¡Basta de minimalismos! Escucho una voz dentro de mí.
Cristina
tiene los ojos más grandes que he visto en mi vida, dorados y aterradoramente
luminosos.
Nunca
he tenido la oportunidad de ver en directo a un puma (únicamente en la tele),
pero me atrevo a decir que los ojos de Cristina son iguales o posiblemente más
grandes y profundos. He leído que muchos pueblos precolombinos de América tenían
como tótem a los pumas; que eran considerados animales míticos, que eran
respetados como Dioses y tenían la capacidad de hipnotizar a todo aquel que les
mirara directamente a los ojos.
Sospecho
que aquello continúa siendo igual… ¡Cristina es un puma! Pienso, mientras me
meto debajo de las cobijas… Entonces comprendo que estoy enamorado
desquiciadamente de ella, de sus enormes ojos dorados, de su andar felino.
Pero
aquello no le cuento a Gaby porque seguramente reaccionaria muy mal, y eso no
me conviene ni de broma. Si lo descubre podría quedarme en la calle… por decir
poco. Por ese motivo únicamente le cuento que he conocido a Edelmiro Pérez
García, el poeta con los ojos más pequeños del universo, y de Cristina Puma no le digo nada. Mejor
así. Hay tiempo para todo. Por ahora voy a intentar dormir. Me comienzan a
molestar los lamentables ronquidos de Gaby.
Freddy Auqui Calle, Quito-Ecuador. Formación académica de
grado y posgrado en el área de la Ciencias Sociales. Desempeño laboral como
docente de educación superior e investigación social (Senescyt).
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