Esta
historia se desarrolló en un lejano pueblo europeo y ocurrió hace ya más de
doscientos cincuenta años. En ese entonces el pueblo no era como lo es hoy. No
existían ni presidentes ni alcaldes, tampoco policía y servicios de salud, sin
embargo, la gente se las arreglaba para vivir tranquila y ordenadamente. En esa
época, un rey y su esposa dirigían los destinos del lugar, y la población
apenas alcanzaba la pequeña cifra de ciento ochenta y dos personas. Todos se
conocían y la presencia de turistas era casi inexistente.
El
rey, cuyo nombre era Wilhelm, era un hombre de unos ochenta años; sin embargo,
la edad no le impedía cumplir con todas sus obligaciones como rey. A la vez que
solía montar a caballo, su pasatiempo preferido era jugar ajedrez; juego que
había llegado de la India a Europa un par de siglos antes. Además de tener buen
paladar, el rey solía ser muy apasionado y se daba maña para alguna que otra
aventura amorosa con las siempre coquetas, dispuestas y reservadas criadas del
lujoso palacio familiar. Por su parte, la reina hacía algunos años que andaba
muy delicada de salud, de una rara enfermedad que por entonces no se llamaba
sífilis. Este mal fue la causa de una merma significativa y progresiva de sus
capacidades cognitivas y motoras por lo que su presencia en Palacio era,
digámoslo así, de adorno. El equipo médico de la realeza ya la había
desahuciado y su cuidado estaba a cargo de las muy serviciales damas de Palacio
y de algunas de las criadas, las mismas que empleaba su esposo para desfogar
sus instintos naturales.
Estando
próxima a morir la reina, el rey con una sincera pena, pero pensando en la
imagen ante su pueblo y en el orden de las cosas, empezó a preguntarse quién
ocuparía el trono de su esposa.
Su
hija, joven y hermosa, no podía ser desposada por el padre, pues hacía ya
tiempo que tal prohibición había sido impuesta sobre los hombres de la Tierra.
Aquella práctica era lo usual antes de esa medida: habría que mencionarlo. Por
otro lado, una extraña y polémica estrategia legal posibilitaba al rey casarse
con su hijo mayor, como ocurre en el mundo de algunos animales; por ejemplo,
los peces payasos, cuyos machos se transforman en hembras para mantener así el
clan, ante la falta materna. Sin embargo, al rey nunca le gustaron los hombres
y menos su hijo al que consideraba no solo poco afortunado estéticamente, sino
además un poco imbécil.
Decidido
entonces a buscar pareja mientras ya su esposa, la reina, entraba en agonía en
Palacio, el rey lanzó una convocatoria pública, sencilla y directa: SE NECESITA
MUJER JOVEN Y SALUDABLE PARA EL REY. Solo había un par de requisitos muy
precisos que fueron presentados a la vista de todos por medio de una enorme
hoja colocada en el muro de la entrada de la ciudad. Escrita de puño y letra
del mismísimo rey, decía así:
- No es necesario que sepa cocinar, ni
planchar, ni lavar, ni limpiar, ni encerar, ya que todo eso lo hace la
servidumbre del Palacio.
- Que sea fértil, alegre y de nalgas
prominentes. Habría que indicar aquí que el rey tenía lo que un viejo mago
de los sueños del pueblo, llamado Sigmund, había denominado curiosamente
fijación anal. Debemos apuntar que aquél mago fue condenado a la muerte
ante tal atrevimiento.
Como
es de suponer se presentaron varias candidatas. Ya hemos dicho que la población
era de solo ciento ochenta y dos personas. De esa cantidad, ciento ocho eran
mujeres, pero descartando a las ancianas, las niñas más pequeñas, las casadas,
las tullidas y las enfermas solo quedaban disponibles doce posibles candidatas.
Probablemente
la historia contada pasaría desapercibida e ignorada por la memoria de ese
pueblo sino fuera porque a esas candidatas se les sumó una más, la bruja de los extramuros de la comarca.
Una mujer que, hechizada siendo joven, fue despojada de sus menores hijos
–luego asesinados- y castigada a envejecer sin morir. Llegado un momento de su
larguísima vida, decidió optar por el ostracismo, es decir, alejarse de todos y
de todo. Pero enterada de esta convocatoria nupcial, decidió recurrir a ciertos
conjuros milenarios, aprendidos a la mala, para así convertirse en una agraciada
y dulce muchachita, con la esperanza de casarse con el rey; quizá parir uno que
otro engendro, esperar la viudez, y finalmente tomar el control total del
pueblo y vengarse lenta y cruelmente de todos los pobladores al ser los
descendientes directos de aquellos que, mucho tiempo atrás, le dieron la
maldición y la condenaron –injustamente que duda cabe- a vagar sin rumbo y
luego a escapar para evitar alguna sádica cacería.
Demás
está decir que ganó el puesto de reina. Demás está decir que enviudó trece años
después. Curiosamente, consideraba que habían sido trece años muy felices donde
compartió lecho y decisiones políticas con su amado esposo. Si bien fue buscada
y provocada una decena de veces por su hijastro para gozar físicamente a
espaldas de su padre, ella nunca cedió a las pasiones del muchacho. Llegó
también a entablar una sólida amistad con su hijastra con quien consultaría
luego muchas decisiones tras la muerte de Wilhelm, el rey. Y así pasaron
muchos, muchos años.
Cierto
día, muy temprano, empezó a correr en la comarca el rumor que la nueva reina
había desaparecido. Literalmente se había hecho humo. Había dejado de verse en
público y ya para entonces las criadas y demás empleados del Palacio
cuchicheaban extrañados su repentina ausencia. Se elaboraron conjeturas:
algunas graciosas y pueriles, otras macabras y hasta trágicas.
Lo
que luego ocurrió tras su desaparición, es lo que cuentan hoy los historiadores
y guías turísticos. Y pasaré a compartirlo con ustedes.
Meses
después de desaparecer del pueblo, sucedió algo muy raro: ninguna mujer quedaba
embarazada, por más intentos realizados, ninguna lo lograba. Los hombres más
impacientes se marchaban, los niños crecían y la nueva prole no aparecía. Las
mujeres envejecían sin haber parido. Hasta que las últimas personas ancianas
terminaron por fallecer.
El
pueblo quedó como un desierto por largos años. Solo una loba, de cuando en
cuando, era divisada a los lejos merodeando el lugar.
*Manuel
Arboccó de los Heros, Lima. Psicólogo
clínico. Con formación psicoterapéutica humanístico existencial. Magister en
Psicología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Cursa estudios de
Doctorado en Psicología en la UNIFÉ. Miembro de la Asociación Peruana
de Psicología Fenomenológico-Existencial (APPFE) y de la Asociación
Latinoamericana de Psicoterapia Existencial (ALPE).
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